Las Fronteras de la Neutralidad Analítica en el trabajo con niños y adolescentes


*Trabajo presentado en el XXXVIII encuentro Interregional de Niños y Adolescentes de FEPAL - Montevideo, Uruguay: 30 de Agosto de 2019*. 
Por: Daniel Castillo S.
     Al pensar en neutralidad, como regla técnica normativa dentro del trabajo de psicoanálisis, pensamos también en uno de los principios más importantes esbozados por Freud en el desarrollo de su teoría, y su existencia cobraría mayor importancia en la medida que el método, a través del uso de la asociación libre, intentaba distinguirse de su propia historia previa: la hipnosis y las técnicas sugestivas. De esta forma, la noción de neutralidad queda propuesta a lo largo de algunos de sus trabajos técnicos más importantes posteriores a 1910, aunque cabe destacar que Freud nunca utilizó el término “neutralidad” en si para referirse a esta regla, sino que sería una traducción posterior de James Strachey en la medida que recopilaba e intentaba darle difusión a sus obras. A partir de allí, la mayor parte de los analistas, han aceptado tal neutralidad y la procura de su cumplimiento, aunque pueda ser cuestionable si el apego absoluto a la misma resulta adecuado en ciertas situaciones particulares donde puede ser necesaria una actitud un tanto más activa de parte del psicoanalista.
     En cuanto a su denominación, sólo por citar algunos pasajes, para 1912 en “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico” Freud señala que está contraindicado dar instrucciones al paciente tales como la de reunir sus recuerdos o pensar en un determinado período de su vida.  En 1913, en “La iniciación del tratamiento” al referirse al establecimiento de una transferencia segura con el analista, decía que la misma dependía de mantener una actitud que evitara ser diferente a la simpatía comprensiva, como por ejemplo una actitud moralizadora, o parecer el representante de un tercero.  En 1918 escribe “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, allí menciona que debemos rehusar tratar al paciente como un bien propio y que no podemos intentar forjar su destino, ni inculcarle nuestros ideales ni moldearlo a nuestra imagen. Cabe destacar que en 1915 en “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia” la palabra utilizada al hacer referencia al criterio que trabajamos es “indiferencia”, aunque posteriormente haya sido traducida al inglés como “neutralidad”. Al respecto, Schkolnik (1999), se cuestiona si esta indiferencia no se derivaría del sentido que le habían dado algunos filósofos, donde lo neutral era aquello que no pertenecía ni a la virtud ni al vicio y donde lo indiferente era moralmente neutral.
     En relación al concepto como tal de neutralidad, el mismo es descrito por Laplanche y Pontalís en su Diccionario de Psicoanálisis como “una de las cualidades que definen la actitud del analista durante la cura”. Señalan que “el analista debe ser neutral en cuanto a los valores religiosos, morales y sociales, es decir: no dirigir la cura en función de un ideal cualquiera y abstenerse de todo consejo”. Así mismo la neutralidad va ligada a las manifestaciones transferenciales y su manejo, por lo que agregan “no debe entrarse en el juego del paciente” así como tampoco en cuanto a la escucha dar prioridad a una parte del material del paciente sobre el resto en virtud de principios teóricos, o priorizar determinado tipo de significaciones (Laplanche y Pontalis, 1967).
     Sin embargo, aunque se trata de una regla técnica de trascendencia, su cumplimiento absoluto y el apego total a esta premisa ¿son posibles? es más, ¿es recomendable? En ese orden de ideas, Thoma y Kachele (1989) señalan que en la práctica el psicoanalista se mueve a lo largo de una línea continua que no permite diferenciaciones nítidas con la psicoterapia analítica (la cual demandaría un mayor grado de actividad). Refieren que esto es, porque, con la normativa ideal nunca se ha podido tratar a un paciente, ya que esta técnica se constituyó como una ficción, para alguien que no existe, puesto que más que un tratamiento ascético y puro, los pacientes buscan es siempre la mejor ayuda posible, según el caso. En este sentido Schkolnik (1999), agrega que las propuestas que hizo Freud respecto a la teoría de la técnica no se correspondían a la manera en cómo trabajaba con sus pacientes y que más bien, estas indicaciones parecen corresponder a normativas dirigidas a enmarcar una práctica que para la época era aún incipiente y que estaba llena de analistas sin un análisis personal suficiente, existiendo mayor riesgo en la confusión y actuación de sus afectos.  La autora se muestra en desacuerdo con la noción freudiana del analista espejo que parece estar lejos de toda movilización pulsional, prefiere el concepto de abstinencia y refiere que la conceptualización de un analista neutral evoca una ausencia de deseo. A mi entender este deseo resulta clave, pues sin él, sin un analista vivo que sea capaz de conectarse con el dolor y sufrimiento de su interlocutor, el proceso analítico se detendría o quedaría en meros cuestionamientos teóricos con muy poca eficacia práctica.
     En un conocido artículo, Owen Renik cuestiona la puesta en práctica del principio de neutralidad. Menciona que, aunque el concepto está bien intencionado, no cumple la tarea para la que se le formula, puesto que no presenta un objetivo adecuado al cuál apuntar desde el psicoanálisis clínico. Critica entonces el concepto de neutralidad analítica ya que 1) no tiene en cuenta la manera en que el aprendizaje se lleva a cabo en el análisis y no describe la relación ideal entre los juicios del analista y los conflictos de su analizado; 2) sugiere una visión errónea de las emociones del analista en la técnica y 3) forma parte de una concepción equívoca del dominio de la técnica analítica, constituyendo un malentendido sobre lo que impide a los analistas explotar a sus pacientes, indicando además que a pesar que ha dicho que es imposible analizar con neutralidad, tal neutralidad no resultaría útil de llevar a cabo ni aún siendo posible, pues se trata de un ideal técnico contraproducente.  Renik (1999), sostiene claramente que la neutralidad describe una actitud que puede interferir con un análisis productivo: “Hay momentos cuando un analista puede y debe hacer juicios respecto a la mejor resolución del conflicto del paciente – cuando la comunicación de estos juicios constituye la contribución crucial al trabajo analítico – y hay otros momentos cuando un analista no debería pensar y menos aún, comunicar juicios acerca del conflicto del paciente”.
       Es de hacer notar que esta toma de partido, que para nada implica ir en contra de la abstinencia analítica, si bien en ocasiones es necesaria, puede hacerse más frecuente y en algunos casos vital en el tratamiento con niños y adolescentes. Pensaría que particularmente allí es donde con mayor claridad podemos ver las fronteras de la neutralidad analítica y cuestionarnos si un apego a tal principio técnico es favorable o por el contrario contraproducente. ¿Qué marca el límite entre lo que debe ser la neutralidad y lo que podría ser un proceder negligente? Allí, sobre todo donde el deseo de los padres que son quienes llevan a estos niños y adolescentes a consulta, parece querer imponerse sobre el deseo de los propios pacientes, una actitud más activa y menos neutral resulta fundamental desde los inicios. Es frecuente que estos padres quieran moldear el progreso del tratamiento según sus designios y no es inusual que una vez inicie cierta mejoría, opten por querer que abandonen, ya que justamente esta mejoría no era la esperada por ellos.  Tal vez por esto, Meltzer (1973) prefería trabajar con este tipo de pacientes cuando los padres estaban o habían estado en tratamiento, a manera de evitar interrupciones inducidas por éstos; y probablemente por el mismo abordaje con niños, su propio perfil personal, su forma de ser y de entender el análisis, Winnicott fue un analista mucho más activo, cálido y cercano que los analistas clásicos, pues un apego estricto a la neutralidad trabajando con niños era incompatible con la forma de terapia que llevaba a cabo (Roudinesco y Plon, 2008). 
Ilustraré la importancia de una actitud más activa en dos breves viñetas clínicas a exponer:

** Las viñetas clínicas presentadas en este trabajo contaron con la autorización de los pacientes y sus padres para su publicación, y el material se presenta de forma suficientemente deformada para resguardar su confidencialidad**
     Diana tenía nueve años cuando llegó a mi consulta. Era llevada por su madre porque hacía ya más de un año que quería ser un varón, comenzó a decirlo como parte de sus juegos y luego fue sosteniendo la idea de manera más firme. A la madre la idea no le desagradaba, de hecho, parecía alentar su pensamiento de querer ser un niño, sentirse como niño y querer convertirse físicamente en uno; por su parte el padre se mostraba totalmente en desacuerdo, le horrorizaba la idea y mencionaba que no firmaría ninguna autorización para que eventualmente se le realizara algún tipo de tratamiento hormonal a su hija, ni en el país si fuera posible, ni tampoco en el extranjero. Ante la disputa, los padres optan por una evaluación psicológica: ya de entrada parecía que la intención era de ella demostrarle a él que era un tipo de mente cerrada, y de él demostrarle a ella que el sólo pensar que Diana fuera un niño era una completa locura. En medio de esta situación, el verdadero deseo y también la verdadera angustia de la niña quedaban en un segundo plano, las verbalizaciones de ella se tomaban literales: “quiere ser un varón” pero no existía el cuestionamiento sobre si esto era verdaderamente adecuado, o de dónde venía tal idea.
      Entrevisté a ambos padres, y luego de tres reuniones acepté ver a Diana, no sin antes pedirles claramente dos cosas: que pasara lo que pasara no podían interrumpir el tratamiento de ella de forma abrupta y dos, no tomar ninguna decisión hasta que no tuviésemos una mayor claridad sobre lo que le pasaba a la niña. Así mismo, sugerí terapia individual para ambos padres, con la esperanza que al menos la madre aceptara tal invitación, lo que en efecto hizo con resultados positivos, pues toda la situación le tenía muy alterada. Durante las primeras sesiones el juego de Diana se asemejaba mucho al juego de un niño de esa edad: soldaditos, autos y aviones eran sus juguetes preferidos. Cuando no, armaba una escena familiar que parecía mostrar un juego más auténtico. Cabe destacar que esta escena familiar sólo pudo aparecer una vez que había bajado todo su monto de rabia y destructividad que estaba detrás del primer tipo de juego, también con representaciones violentas. Al bajar la fuerza de tales impulsos y ver que yo podía presenciar y resistir sus ataques a la vez que le interpretaba lo enojada que estaba con ambos padres que no la entendían, surgió la escena familiar, como si estuviese oculta detrás de la otra.
      De lo más llamativo es que siempre la escena estaba compuesta por cinco integrantes: la madre, el padre, su hermana ya adolescente y un niño a que ella llamaba Juan. ¿Quién era Juan? Era ella misma siendo varón o ¿sería alguien que había estado y ya no estaba? Tras indagar e insistir activamente en esta línea, un día me relata que ella había tenido un hermano que no conoció, pero que estaba en el cielo y siempre le cuidaba. Al entrevistarme con la madre posteriormente a este relato, cuenta entre lágrimas y muy afectada que antes de su hija mayor ella había sufrido la pérdida de su primer embarazo siendo muy joven: este bebé iba a ser un niño, ciertamente, pero la madre se notaba sorprendida pues era una información que ella nunca había compartido ni con Diana ni con su hija mayor.
     Da lo mismo cómo se hubiese enterado, la mamá de Diana quería un varón y ella deseaba ser ese varón para poder hacerle feliz. Mi línea interpretativa fue en ese sentido, la paciente parecía sentirse muy aliviada en relación a su angustia y el trabajo elaborativo llevó un tiempo más donde ella pudo comenzar a entender lo que le estaba pasando. El trabajo con Diana se sostuvo durante casi dos años con una frecuencia de dos veces por semana y luego de esto el síntoma había remitido y la niña había podido ser entendida. Ya Diana no quería ser un varón, ni la madre quería que ella lo fuera. Ahora Diana se sentía triste por no haber tenido ese hermano, y la elaboración de ese duelo ayudó mucho a la integración de aspectos que antes parecían totalmente desconectados en ella y también en sus propios padres.
       El caso de Sofía de 16 años, aunque fue menos complejo desde el punto de vista interpretativo, implicó mayor dificultad en el trabajo con la madre. Su marido había fallecido hace tres años y por sentirse muy sola quería migrar a España donde vivía su hermana más cercana. El problema radicaba en que el trasladarse implicaba llevarse a Sofía consigo, quien además estaba totalmente en contra del viaje dado que estaba por empezar el último año de la secundaria. Sofía quería culminar el año y recibirse del colegio con sus compañeros, lo cual le causaba mucha ilusión. Acá también, el propio deseo de la madre parecía querer imponerse sobre el deseo de la paciente: Sofía no quería migrar, al menos no de esta forma, al menos no en ese momento.  Esto había generado un monto muy alto de frustración en Sofía quien se sentía totalmente incomprendida por la madre, estaba muy disgustada con ella y le atacaba verbalmente de forma importante. Sofía sufría por sentirse pisoteada e incomprendida, la madre estaba muy dolida por todo el enojo de ésta y por la vehemencia y el contenido de los reclamos que le hacía.
       Este caso también implicó una posición más activa de mi parte. En ocasiones más que como analista me sentía como un negociador entre madre e hija. De algún modo habían buscado la intermediación de un tercero que les permitiera dejar de atacarse y sentarse a pensar qué podía ser lo más conveniente. Decidí tomar a Sofía en tratamiento de dos a tres veces por semana, aunque sólo por unos meses, recomendé aplazar la inminencia del viaje y también sugerí a la madre que pudiera atenderse, lo cual sin embargo no hizo. No obstante, en la medida que Sofía pudo expresar todo su enojo en sesión, el trato con la madre mejoró y esta se notó más abierta a escucharla. Finalmente, el viaje se postergó, al menos para la paciente: tras pensarlo juntos en sesión durante varias ocasiones, a modo de una formación de compromiso, Sofía se mudaría por unos meses con sus abuelos paternos mientras finalizaba la secundaria y durante este tiempo la madre viajaría dos o tres veces a España para ir poniendo todo en orden. Aunque le hubiese gustado ir a la Universidad en su país, Sofía no tenía mayor problema en trasladarse a Europa con su madre, siempre y cuando se le respetara el hecho de poder culminar su colegio y no tener que interrumpirlo de forma abrupta y luego readaptarse a otro sistema educativo y otros compañeros muy distintos.
        El viaje se realizó, ambas migraron, pero lo hicieron de un modo más pensado, en mejores condiciones, pero sobre todo sin que el deseo de la madre aplastara la individualidad y el deseo propio de esta adolescente.
Resumen:
Tanto la neutralidad como la abstinencia constituyen principios técnicos fundamentales en la práctica psicoanalítica, los cuales fueron planteados por Freud y se han mantenido vigentes hasta nuestros días. Sin embargo, en el trabajo con niños y adolescentes la ética del analista puede ser puesta a prueba con la llegada de casos donde el deseo de los padres, más que de los pacientes, se pone en evidencia condicionando situaciones que pueden constituir un riesgo o vulnerabilidad importante para estos mismos niños y adolescentes, dado el impacto y trascendencia de las decisiones por tomarse, incluso pasando por encima de éstos. Ante tales situaciones, sin descuidar la abstinencia, permanecer conservando el principio de neutralidad técnica pudiera resultar contraproducente. ¿Cuáles son las fronteras de nuestro acto analítico y hasta donde podemos permanecer neutrales sin peligro de ser negligentes? ¿Cómo se manifiesta el deseo del analista al encarar tales eventualidades? El trabajo se ilustra con la presentación de dos viñetas clínicas, una de una niña y otra de una adolescente, que muestran la necesidad de una actitud más activa de parte del analista, tanto ante la presencia de un posible tratamiento de cambio de sexo, como ante una migración forzada, ambas planteadas de manera abrupta y prematura, y donde las mismas desavenencias entre los padres no dejan de estar presentes y se manifiestan sintomáticamente en nuestros pacientes.

Palabras clave: abstinencia; adolescentes; fronteras; género; migración; neutralidad.


Referencias:

Freud, S. (1912). Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico. Sigmund Freud Obras Completas, Vol. XII. Buenos Aires: Amorrortu, 1976.

Freud, S. (1913). Sobre la iniciación del tratamiento. Sigmund Freud Obras Completas, Vol. XII. Buenos Aires: Amorrortu, 1976.

Freud, S. (1915). Puntualizaciones sobre el amor de transferencia. Sigmund Freud Obras Completas, Vol. XVII. Buenos Aires: Amorrortu, 1976.

Freud, S. (1918). Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica. Sigmund Freud Obras Completas, Vol. XVII. Buenos Aires: Amorrortu, 1976.

Laplanche, J. y Pontalis, J. (1967). Diccionario de Psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós

Meltzer, D. (1973). El Proceso Psicoanalítico. Buenos Aires: Hormé

Renik, O. (1999). Los peligros de la neutralidad. Revista Uruguaya de Psicoanálisis, 89.

Roudinesco, E. y Plon, E. (2008). Diccionario de Psicoanálisis. Barcelona: Paidós.

Schkolnik, F. (1999). ¿Neutralidad o Abstinencia? Revista Uruguaya de Psicoanálisis, 89

Thoma, H. y Kachele, H. (1989). Teoría y Práctica del Psicoanálisis I. Fundamentos. Barcelona: Herder.

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