La escucha y el silencio del analista...
"Lo más sorprendente de todo es que los psicoanalistas no sólo en las caricaturas se sientan silenciosos detrás del diván, sino que frecuentemente hacen del silencio una virtud, como si la profesión se guiara por el lema <Hablar es plata, callar es oro>." Thoma y Kachele, (1989).

A decir de Lander
(2014), se trata de una escucha especial, libre de juicio de valor; es
escuchar para entender y la misma va de la mano y permite mantener una posición
analítica. No obstante, para poder sostener la escucha analítica, debemos
ser capaces de dejar de lado nuestros propios conflictos y angustias a fin de
no dejarnos influir por los mismos y también poder contener la movilización
producida en nosotros y la necesidad de preguntar curiosamente, responder
impulsivamente, o explicar cualquier cosa, situaciones que podría generar el
relato del otro; el cual algunas veces puede rayar en el registro de lo
perturbador, del horror e incluso de lo ominoso. Con pregunta curiosa me
refiero a aquella que erróneamente haríamos sin ningún sentido analítico, sino
para intentar satisfacer, sin darnos cuenta, nuestro propio deseo personal, pero
sin que esta pregunta relance al paciente a la asociación o permita generar
mayor material, lo cual entraría en el concepto de pregunta analítica. En este
sentido el análisis personal resulta de suma importancia pues en la medida que
el analista haya revisado y conocido a mayor profundidad aspectos de su propia
persona podrá mantenerse trabajando en asimetría, pudiendo contener y sostener
las proyecciones del paciente, en medio de la transferencia, manteniendo su
lugar de neutralidad y abstinencia, logrando entonces, hablar con sentido desde
donde no se le espera.
En este orden de ideas, un aspecto técnico de relevancia dentro de la conducción del
tratamiento tendrá que ver con saber administrar el silencio relativo a la
escucha, un silencio que sea lo suficientemente bueno para permitir que el
paciente o analizado despliegue la suficiente cantidad de material como para
permitirnos captar señales de lo inconsciente, pero que no termine siendo un
motivo de angustia enorme para éste, puesto que hay silencios que más que
fomentar la asociación libre angustian y hasta torturan. ¿Cómo situarse en el
punto medio adecuado? Esto nos lleva a la vieja discusión del
analista activo y el analista llamado clásico, al que me referiré como analista
silencioso.
Hornstein
(2018), haciendo referencia a la práctica de nuestro oficio en los tiempos
actuales, señala a modo de crítica que "se idealiza un psicoanalista objetivo, frustrante, distante, silencioso,
espectador de un proceso unipersonal que se desarrolla únicamente en el
paciente según ciertas etapas previsibles. Al psicoanálisis “clásico” se lo
presentó como garante de la ortodoxia freudiana. Semejante exigencia mutila un
análisis o abre las puertas a ese escepticismo al que tantos psicoanalistas se
han precipitado (como siempre que se enuncia un ideal cuya realización práctica
tropieza con obstáculos infranqueables)". Sin
embargo, el hecho de considerar que lo "clásico" es sinónimo de ser
garante de la ortodoxia freudiana, al menos en cuanto al silencio, resulta de
una gran contradicción. Ya lo decía Racker (1959), en sus Estudios de
Técnica Psicoanalítica, al referirse al cuánto interpretar, en
el Estudio II al señalar que si vemos los historiales de
Freud, más bien conseguimos un analista totalmente activo, que no dejaba pasar
detalles en las sesiones, que intervenía constantemente, se permitía hablar
extensamente en lo que más bien parecía un diálogo, que explicaba para que el
paciente pudiera entender y que hasta establecía analogías literarias si
resultaban oportunas. Esto, no cambió con el tiempo y no se consigue ninguna
referencia en la literatura freudiana a algún consejo técnico que indicara que
debía procederse de forma contraria.
Más bien, uno de
sus últimos artículos fue precisamente Construcciones en el Análisis (Freud,
1937) y todos sabemos lo difícil que puede ser realizar una construcción o
interpretación histórico- genética hablando poco o no habiendo tenido un poco
más de actividad previa para obtener más información, conocer más al paciente y
sostener la hipótesis presentada en la construcción. Esto pudiera llevarnos a
pensar que Freud llegó al final de su vida manteniendo un proceder activo,quizás
tanto como mostró en el caso Dora (Freud,1905) y en El Hombre de las Ratas
(Freud, 1909). Respecto a esto, Etchegoyen (2014) señala que quizás el hecho
del por qué hay tanta divergencia entre el proceder de Freud y sus discípulos
más inmediatos pudiera explicarse por una idea que sostendría que sus
principios técnicos irían dirigidos al principiante y que él mismo no
necesitaría apegarse a ellos. No obstante, esto no es más que especulación,
realmente no se consigue en las obras de Freud criterios técnicos que indiquen
una manera de intervenir adecuada marcada por lo breve y lo poco frecuente de
las interpretaciones analíticas, pero sí historiales con sesiones transcritas
que muestran su proceder, opuesto a éste.
Bastante se ha dicho
de la posibilidad, un poco en broma, un poco en serio, que tras la diáspora
europea producto de la Segunda Guerra Mundial, muchos de los analistas que
emigraron, tanto a Estados Unidos como a Inglaterra, hablaban poco por el mismo
hecho de no entender muy bien el idioma. Lo cierto es que hay trabajos que
sostienen, por la época, el valor terapéutico del silencio, justificando así
esta actuación técnica que daría pie a lo que posteriormente se conoció como
"analista clásico". Uno de estos es "El significado psicológico
del silencio" que escribió Theodor Reik (1945), donde explica las
consecuencias provechosas que pudiera tener una actitud silenciosa, en la que dice debe
basarse la dinámica de la situación analítica, teniendo mayor peso lo que el analista no diga que lo que pueda decir. En este artículo explica que la presión
ejercida en el analizado por esta situación, al ser percibida como amenaza,
generará mayor material que de otra forma permanecería oculto, obteniéndose
entonces nuevas confesiones, y además una mayor habla para así intentar cambiar la
actitud del analista. Racker critica estos postulados, señalando que entonces
se pasaría a obrar por medio de la coerción, lo cual parece un método muy
cristiano pero no del todo psicoanalítico, trayendo como analogía el hecho de
que en estrategia militar se pueda obligar a un fuerte sitiado a rendirse por
medio del hambre al haberle cortado los suministros, lo cual además colocaría
al analista en el lugar de un superyó persecutorio o de una transferencia
idealizada, pero no en el de la transferencia positiva verdadera, pues si lo
que cura es hacer consciente lo inconsciente, entonces es necesaria la
interpretación (Etchegoyen,2014; Racker, 1959).
Racker también
señala otros aspectos por los cuales sería necesario intervenir con mayor actividad,
entre estos encontramos a la misma situación transferencial, pues si se parte
del hecho que en cada entrega de material que el analizado hace, éste está
proyectando y colocando en el analista una parte de su personalidad, entonces
será necesario devolver la misma de una manera más integrada,
fomentando así un proceso de introyección que conduzca a modificaciones
positivas, considerando la curación como el proceso de reintegración de las
partes del Yo. Justifica también Racker una actitud menos silente, al hablar
del proceso de elaboración, el cual conlleva también un esfuerzo de parte del
analista, dentro del cual debe incluirse el análisis de la transferencia, lo
que también lleva a presentarse como objeto al analizado y por ende a interpretar
más. Un tercer factor mencionado implica el poder percibir no solo resistencia
en el material, sino también contenido dentro de éste, analizando e
interpretando en conjunto ambos elementos. Aunque este autor percibe algunas
ideas válidas dentro de una actitud más callada, como el encuentro del
analizado consigo mismo, el valor de la descarga afectiva, lo ventajoso de una
mayor movilización de por sus propias fuerzas psíquicas, la ausencia del apoyo
y del reaseguramiento causado por el habla del analista, acto seguido las
desestima y menciona que resultaría justificable y por un período de tiempo
breve, declinar de una actitud más activa sólo en casos en los cuales estaría
contraindicado una mayor habla por parte del analista, como en los casos en los
cuales ésta funciona como defensa o es provocada inconscientemente con tal fin.
Etchegoyen (2014)
menciona que sólo cada caso permite decidir cuándo callar o interpretar es lo
que corresponde y cuándo se trata de una actuación que debería evitarse, pues
menciona que ciertamente siempre que se interpreta se habla, pero no siempre
que se habla se interpreta, dándole valor técnico a la escucha también,
invitando a tener cuidado de no interpretar para calmar la propia angustia del
analista frente al material presentado o por el hecho de hablar para que el
paciente no piense que no se le entiende, tal como decía Bion, destacando el
carácter instrumental que debe tener la palabra, o el silencio del analista,
pues ésto es lo que lo diferenciará de la actuación. Pareciera entonces
que el cuánto interpretar o el cuánto callar puede
partir de diferencias de posturas teóricas que sustenten más un sentido
psicológico y operatorio del silencio o de la interpretación y va ligado, como
decía Racker también a sus conocimientos, a los factores personales y al factor
genético, que incluye el estilo introyectado de sus propios supervisores y
analistas, pienso, sobretodo de estos últimos que es de quien se incorpora más
el estilo, no tanto la técnica. Sin embargo, tampoco puede ir desligado de
otros dos aspectos técnicos planteados por Racker, el cuándo
interpretar, vinculado al timing y a la propia contratransferencia, que
es la que puede decirnos cuándo el paciente está listo para escuchar algo, así
como el qué interpretar, relacionado (también) a la
posición teórica y a la escuela del analista que sobre todo dependiendo del
momento histórico privilegiará una parte del material sobre otra, aunque
ciertamente el dónde fijarse más para interpretar desde allí, puede depender de
muchos otros factores y el caso a caso terminará siendo determinante para ello.
El cuándo, cuánto,
qué interpretar y pudiéramos añadir también la manera de interpretar, y por
supuesto también la ausencia de interpretación y de palabra que trae consigo
el silencio, van de la mano y están influenciados por los factores ya señalados
en Estudios, existiendo otros adicionales para cada adverbio
de modo. Quizá valdría subrayar lo que en dicha obra se llamó principios o conceptos secundarios, pues allí caben las posturas teóricas que pueden tener un
valor determinante en relación al hecho de permanecer callados. En la medida
que yo comprendo el inconsciente y el trabajo psicoanalítico de una forma
determinada, entonces mi técnica se modificará y el silencio o la interpretación
cobrarán un sentido diferente en cada caso, el cual estará justificado según
esa posición teórica por unos argumentos que irán de la mano con la forma en
cómo se concibe este inconsciente y sobre cuál debe ser el trabajo del
psicoanalista.
Así vemos como en el
grupo freudiano encabezado por Anna Freud y Hartmann que después de la diáspora
producto de la guerra derivó en el Grupo B de la Sociedad Británica de
Psicoanálisis y en la ego psychology en Estados Unidos se
le daba un valor importantísimo al silencio como parte de la actitud
técnicamente correcta del analista. Sobre todo en el grupo de la psicología del yo, parecían ser analistas muy silenciosos, y más
que no hablar, procuraban no interpretar, sobre todo al inicio, buscando
fomentar la regresión producto de la neurosis de transferencia, dada algunas veces por la misma privación sensorial del silencio, interviniendo
prudente y escasamente. En contraposición, Melanie Klein y toda la escuela kleiniana (de
cuyas enseñanzas se hacen partícipes tanto Racker como Etchegoyen -maestro y
discípulo cabe acotar-) al aceptar la relaciones tempranas de objeto, tienen un
proceder mucho más activo por dos razones fundamentales: por un lado el punto
de urgencia, que implica una elevación crítica del nivel de angustia del
analizado que disminuye con el efecto de la interpretación, y por otro la
interpretación sistemática de la transferencia, pues al ser el analista un
objeto más para el analizado y estar presente el elemento transferencial a lo
largo de toda la sesión, el analista se verá en la necesidad de intervenir con
mayor regularidad a fin de mostrar esto oportunamente.
Por su parte, Lacan
y la escuela del campo freudiano, mantienen una postura proclive al analista
silencioso, dejando correr el discurso del analizado durante largo tiempo sin
intervenir, denunciando así la palabra vacía, hasta que se hable significativamente, donde entonces sí cabria,
interpretar, puntuar o incluso cortar la sesión a través de la escansión como
una forma de marcar la relevancia de lo dicho, la relevancia de este
significante. Etchegoyen (2014), menciona al respecto que no pueden interpretar
demasiado pues darían a entender que se responde a la demanda -imposible - del
analizado. Se sostiene el semblante de la transferencia, pero sin satisfacer la
demanda interpuesta, dándole valor al silencio del analista, pues sin éste
sería imposible que el discurso llegue hasta el punto que se procura. Además,
aclara Amigo (2008), de este modo también le es posible al analista acallar su
propia subjetividad e ideales que no deben entrar en juego en la cura que dirige,
pero añade que no debe confundirse el silencio con la mudez, ya que si bien en
algún momento Lacan (1958) hizo referencia a la posición de "muerto"
en el Bridge (La direction de la cure et les principes de son pouvoir y
otros trabajos) como ejemplo de la actitud que el analista debe asumir para no
responder a la demanda, esto no es justificativo para un estilo que implique
que el silencio sea confundido con una mudez cortante, de pesadas
consecuencias, dice, rescatando el valor de la interpretación como recurso
necesario para deshacer el síntoma. Así mismo añade, que una actitud
muda, más que silente, puede derivar más bien de una moda producto del rumor de
cómo trabajaba Lacan en sus últimos años, a pesar que esto no esté sustentado
en ningún Seminario suyo, obedeciendo más bien a la construcción de un ideal de
analista, ideal que afirma, también debe quedar excluido de la cura que se
dirige.
El
silencio del analista, desde una perspectiva lacaniana, es justificado por
Gerber (2003) al presentarlo como una actitud necesaria para no responder la
demanda interpuesta por el analizado. Menciona que es precisamente la demanda
la que introduce la exigencia del silencio del psicoanalista, un silencio que
menciona no debe ser tomado como una pose personal que se trata de adoptar sino
como el espacio que se trata de abrir. Al referirse a este espacio, aclara: "espacio
del hueco del ser que la palabrería intenta ocultar, del vacío del deseo que la
verborragia circundante procura llenar". Del mismo modo,
añade que "el analista no está para responder o no a lo que
el sujeto aparentemente quiere sino para hacer presente el deseo cuyo no
reconocimiento, obstaculizado por la demanda, da lugar al síntoma". Es
decir, este silencio tiene un sentido desde el cual debe ser comprendido, pues
en la medida que el analista no satisface esa demanda, lleva al sujeto a
cuestionarse ¿por qué deseo que mi demanda sea satisfecha? generando progresos.
Así mismo, introduce en su disertación el criterio técnico de la asimetría
(llamada por él dismetría), indicando que es parte de la disparidad subjetiva
que caracteriza al análisis, pues el habla debe estar de parte del analizado y
el silencio de parte del analista, ya que sin el mismo no puede surgir el efecto
de revelación que se busca, el cual resulta imposible en una situación de
diálogo simétrico y de igualdad.
Lo cierto es
que como podemos apreciar, son en el fondo, argumentos teóricos bien
sustentados de cada escuela, pero con puntos de vista a veces muy distintos
entre sí, los que sostienen un determinado proceder analítico, más activo o más
silencioso; pudiéramos incluir variaciones técnicas de otros modelos
psicoanalíticos importantes y probablemente no dejaríamos de llegar a la misma
conclusión. Dentro de la IPA, explica Vainer (2008), que la institucionalización del psicoanálisis tuvo como
resultado legarnos el mito de un analista silencioso que puede llegar a asentir
y muy eventualmente interpretar, mencionando que esta actitud del
"analista clásico" predominante está directamente vinculada al
triunfo de James Strachey y Max Eitington a la cabeza de la directiva de la
IPA, pues su triunfo político tuvo consecuencias clínicas, más allá del trípode
y el establecimiento del análisis didáctico, legando el modelo de un analista
que pocas veces interviene e interpreta.
Pudiera pensarse entonces, que si bien es importante la interpretación,
también es igual de importante la escucha y por ende el silencio del analista
puede ser necesario y puede estar justificado, partiendo de nuestras creencias
teóricas, teniendo un sentido técnico determinado. Sin embargo, cada paciente o
analizado es distinto, y el caso a caso podrá determinar algunas variaciones
necesarias en esta técnica con la intención que el tratamiento funcione y nuestro
interlocutor lo pueda tolerar y beneficiarse de él. El no responder a la
demanda, planteada por los lacanianos, o la espera de la regresión
transferencial esgrimida por el grupo freudiano, podría funcionar muy bien en
el caso de pacientes neuróticos, sin embargo pudiera no resultar en otros
casos. Por ejemplo, en frente a pacientes muy carenciados, con déficits
importantes, o estructuras muy frágiles, así como en el caso de adolescentes, o
simplemente en el caso de tratamientos que transcurren con una frecuencia
estrecha -porque simplemente no se puede más - una actitud excesivamente
silente podría resultar contraproducente, resultando quizás más adecuado un
analista activo que pueda contener y modular las angustias que se desplieguen
en la sesión, a la vez que puede intervenir desde el lugar oportuno con su
palabra. En cuanto al caso particular de los adolescentes, a decir de Nin
(2004), el silencio puede reactivar angustias por el vacío, la soledad y las
dificultades identificatorias, que se viven como un abandono del analista. Esto
aplicaría también en el caso de adultos jóvenes con un funcionamiento muy
adolescente o pacientes que por circunstancias externas del momento se han
tornado muy regresivos a esa etapa.
No
puede ser la intención del silencio producir un monto de angustia muy elevado
que obligue al paciente a una confesión pues en lugar de una actitud analítica, estaríamos asumiendo una actitud de torturadores, pervirtiendo la relación, y
ubicándonos en el lugar de un superyó arcaico y persecutorio. Pero
también es cierto que no debemos hablar por hablar, sobre todo si lo hacemos en
forma de acting y para calmar nuestra propia angustia ante el relato escuchado,
pues la palabra dicha por el analista tiene, en este caso, la función errónea
de obturar el espacio al saber del inconsciente que por sus propias
resistencias aquél está evitando y en cuya dinámica se debería evitar caer,
pues en este caso estaríamos operando desde un lugar de contrarresistencia.
Nin (2004), dice en relación al silencio, que más
allá de las divergencias teóricas, "hay un cierto acuerdo en que es
necesario y útil, porque da un lugar privilegiado a la palabra del paciente,
facilita el espacio para la re-elaboración y no permite una cierta complacencia
que por la propia regresión se produce al escuchar al
analista". Cierto silencio es necesario, fundamental, pues
éste otorga un espacio y un tiempo para que el proceso analítico tenga lugar,
sobre todo si hemos percibido indicadores que dicho proceso está en marcha:
apertura a nuevas fantasías, asociaciones, recuerdos, elaboraciones;
rescatándose el correlato del concepto de Winnicott (1958) de jugar a solas aún
en la presencia de la madre (Kancyper, 2002).
Pudiera pensarse entonces, que quizás el
silencio adecuado es aquel que puede generar un espacio lo
suficientemente amplio para que el analizado asocie libremente, despliegue su
discurso y permita podamos ver algo de lo inconsciente, pero que a la vez deja
lugar para la interpretación oportuna que muestre lo que hemos visto, de forma
que éste pueda verlo también, ayudando a construir sentido, a la vez que se
mantienen los niveles de angustia dentro de unos límites aceptables para el
transcurrir del análisis, sin fomentar más bien, mayores resistencias o angustias persecutorias. Se
trata de un silencio justo, donde el calificativo de lo justo sólo
puede ser definido, caso a caso, en el curso del análisis, y ojalá podamos
tener la apertura suficiente para amoldarnos, más allá de nuestros fundamentos
teóricos que siempre estarán, dependiendo de las características del paciente,
del momento del análisis e inclusive del transcurrir de cada sesión, rescatando
además el valor técnico de la escucha y del silencio, pero de un silencio que
opere con sentido y no como una mera actuación, debiendo cuidarnos también de aquel
silencio hecho por tratar de asumir la postura de un ideal de analista, también
muchas veces distorsionado, o de otros tiempos pasados.
Referencias:
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sobre el silencio del analista y "corte" como únicas herramientas del
acto analítico. Material recuperado el 31 de septiembre de 2018 de http://www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=238
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de septiembre de 2018 desde: https://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=92976
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Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1971.
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Recuperado el 31 de septiembre de 2018 de:https://www.topia.com.ar/articulos/las-intervenciones-del-analista
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solas. En El proceso de maduración en el
niño. Barcelona: Laia.
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