Sobre la importancia de la frecuencia de las sesiones en el tratamiento analítico
Thomä
y Kächele (1989, p.302 -303).
Sabemos que
la frecuencia es uno de los elementos presentes dentro del contrato analítico
que definimos luego de un período de entrevistas preliminares, la cual, junto
con otros elementos como los horarios, los honorarios, el manejo de las
vacaciones y el uso o no del diván, forma parte del encuadre: las reglas
básicas de funcionamiento que definen el trabajo entre analista y paciente (o
analizando), y que posibilitarán el trabajo a desempeñar.
¿Cuántas
veces por semana atenderemos a esa persona y por qué? En mi labor como docente,
no dejaba de sorprenderme que en algunos casos al dar clases de técnica en
psicoterapia psicoanalítica o hacer referencia, guardando la debida
confidencialidad, a algunos casos de análisis, cuando se mencionaba que la
frecuencia de tal o cual persona era de tantas veces por semana, causaba
sorpresa, como si dijeran: “¿es posible ir a terapia más de una vez a la
semana?”. El asombro era aún mayor si se llegaba a mencionar que la
frecuencia de un determinado caso era de tres o cuatro veces por semana, aún
cuando muchos de estos estudiantes se atendían con psicoanalistas, aunque con
un formato psicoterapéutico casi siempre de una vez por semana.
Pasa lo
mismo con algunos pacientes durante el proceso de entrevistas, quienes quedan
sorprendidos con la oferta de tratamiento que implica una alta frecuencia,
aunque luego algunos de ellos terminen aceptándola. Si el paciente es
adolescente, resulta muy problemático explicar a los padres el por qué es
necesaria una frecuencia de tres o más veces por semana, sobre todo porque se
suele asociar la idea de que asistir a sesión más de una vez por semana
implicaría un mayor nivel de gravedad en el caso, enmarcándose esta creencia
dentro del modelo médico que explica que, a mayor patología, mayor debe ser la
dosis del tratamiento a administrar. Y no necesariamente es así... sin embargo
pareciera que hubiese cierto convencionalismo social en aceptar que está bien
ir “a terapia” una vez por semana, pero no mucho más de eso.
Pienso que
de alguna manera esta noción se ve influida por el tipo de modelo terapéutico
que se presenta en algunas novelas escritas, cine y TV donde suele mostrarse a
los protagonistas yendo a tratamiento una vez por semana, directa o
indirectamente, puesto que con un "nos vemos la próxima semana" o
asignarle un día de la semana fijo a cada personaje pareciera bastar para
transmitir el mensaje; la verdad es que el problema de la frecuencia resulta
complejo y va más allá. Usualmente luego de una primera entrevista suelo
comentarle al paciente que nos reuniremos varias veces más y luego definiremos,
entre otras cosas, la frecuencia con la cual trabajaremos, haciendo ver de
entrada que una frecuencia mayor a la de una vez por semana, pudiera resultar
favorable para ellos. Una vez llegado el momento de establecer el contrato,
hago el planteamiento de acuerdo a lo que haya podido observar e inclusive
considerando lo que me parece, pueda ser la necesidad de esa persona, y suelo
hacerlo directamente: "teniendo en cuenta lo conversado, pienso lo más
pertinente es que puedas concurrir con una frecuencia de ... ". Que se
cumpla o no, puede depender de lo receptivo del paciente o de nuestra capacidad
de transmitir la indicación de un análisis si fuera el caso, pero también de
sus posibilidades reales en cuanto a tiempo, dinero y de su verdadera demanda
de tratamiento; en general, todos estos aspectos pueden ser discutidos como
parte de lo que Etchegoyen (2014) llama contrato democrático.
Ahora, ¿qué
elementos podemos considerar antes de sugerir una determinada frecuencia?
Primero que nada, hay que escuchar al paciente, ¿cuál es su demanda? ¿Busca un
análisis o una psicoterapia psicoanalítica? ¿Desea iniciar una revisión
personal a profundidad o simplemente atender un problema puntual hasta aliviar
su sufrimiento? No todos los casos son iguales e inscribir a un paciente que,
por ejemplo, busca una psicoterapia para atender una problemática específica,
en una demanda de análisis y proponer una alta frecuencia porque es “lo adecuado”
constituye un error y puede, en algunos casos, fomentar mayores
resistencias. También es cierto que el analista puede ser libre de no
tomar un caso si siente que éste no cumple con sus expectativas mínimas para
hacerse cargo, entre ellas la frecuencia de atención o las expectativas del
paciente si resultan muy disonantes con su manera de trabajar.
En segundo
lugar, y suponiendo que todo esto suceda en el marco de una consulta particular
y no dentro de un contexto institucional, en el cual será más difícil un
trabajo de este tipo, podemos fijarnos en cuáles son las posibilidades reales
de este paciente de costear un tratamiento de alta frecuencia a largo plazo y
si además tiene las posibilidades de cumplir con ello en cuanto al manejo de su
tiempo: sugerir una alta frecuencia a un ejecutivo que suele viajar
regularmente, por ejemplo, supone un contrasentido salvo que se esté dispuesto
a considerar una combinación de sesiones presenciales y a distancia. En tercer
lugar, y esto creo es muy importante, el paciente debe encontrarle sentido a la
propuesta hecha, motivarse con el trabajo y sentir que el esfuerzo que realiza
tiene un propósito. Por último, no deben dejarse de lado algunos
criterios de analizabilidad, que pueden ser útiles para determinar si una
persona está en capacidad de llevar a cabo un tratamiento analítico; aunque hoy
en día no lo consideramos de la manera estricta en que este tema fue planteado
por Freud, creo que debemos convenir que tenemos algunos criterios mínimos
aceptables para tomar a alguien a nuestro cargo: capacidad de simbolización,
cierto nivel cultural e incluso algún diagnóstico estructural preliminar que, a modo orientativo, pudiéramos haber realizado
durante las primeras entrevistas, el cual también puede darnos cierta idea del
tipo de transferencia a establecer y si esta persona soportaría un mayor nivel
de regresión y dependencia, pensando además si le sería realmente útil, y sobre
todo, si estamos en capacidad de sostenerlo.
Analizar
con una mayor frecuencia tiene sus ventajas. Pienso que el trabajo una vez por
semana no necesariamente es malo, pero en muchas ocasiones sí que puede resultar
insuficiente. Aunque brindemos una escucha analítica, una única sesión de 50
minutos una vez por semana nos lleva a tener que asumir una posición más activa
y además no permite abarcar todo el material que se trae, ni hacerlo con la
suficiente profundidad. A mayor frecuencia se permite un mayor despliegue de la
neurosis de transferencia, es posible una mayor regresión en el marco del
trabajo analítico y por supuesto es posible cubrir con mayor claridad y
penetrar más hondo en el núcleo de algunas situaciones inconscientes de larga
data con amplias raíces infantiles. Adicionalmente, podría considerarse
que se avanza más y a mayor rapidez mientras mayor es el espacio para pensar
determinadas problemáticas, tratando siempre de ir de lo más general a lo más
específico, de lo más simple a lo más complejo, de la superficie, a la
profundidad, y además, puede resultar mejor para el proceso elaborativo de
asociaciones e insights previamente hechos. Un trabajo a mayor frecuencia puede
facilitar, así mismo, lidiar con algunas resistencias que pueden estar
presentes al tener que apegarse a una frecuencia de sólo una vez por semana y que,
al tener un mayor espacio para ello, pueden ser abordadas, interpretadas y resueltas
con menor dificultad, además de fomentar una noción de avance progresivo más
clara en la medida que pasa el tiempo y transcurre el tratamiento.
No
obstante, no hay que descuidar que los tiempos han cambiado. El análisis de hoy
no es el mismo análisis inventado por Freud, ni seguido por sus primeros
discípulos. Si vemos los casos presentados por él, solía analizar hasta seis
veces por semana, pero algunas veces sus casos estaban enmarcados en pocos
meses de tratamiento. Lo mismo sucedía con Melanie Klein, casos que eran
atendidos durante cinco veces a la semana a veces por períodos no tan largos. Freud
(1913/1976), a pesar de sugerir tratamientos con una frecuencia mayor, de hasta
seis veces por semana, casi a manera de excepción mencionaba que en casos
benignos o muy prolongados, con una frecuencia de tres veces por semana
bastaba. Se trataba de un psicoanálisis mucho más clásico, eran otras épocas,
donde lo común era analizar la mayor cantidad de veces posibles por semana,
pero también es cierto que las demandas de tratamiento eran distintas y el
ritmo de vida era también diferente.
Hoy el
mundo es mucho más rápido, dinámico y convulsionado. Los petitorios de
tratamiento han cambiado y por ello se hizo tan popular el campo de las
psicoterapias psicoanalíticas, algunas veces hasta focales, aún entre
analistas. Con el pasar del tiempo algunas concepciones básicas del
psicoanálisis clásico fueron modificándose, empezó a popularizarse el análisis
clásico con una frecuencia aceptada de cuatro veces por semana, y hoy en día la
IPA considera el tratamiento analítico válido con una frecuencia de entre tres a
cinco veces por semana, siendo solamente tres sesiones lo exigido para algunos
Institutos de psicoanálisis, tanto para el análisis de analistas en formación,
como para los casos de control (supervisiones curriculares), aunque otros
tantos Institutos siguen rigiéndose por una frecuencia mínima de cuatro
sesiones y tal vez algunos pocos con cinco. La tendencia general ha sido a
disminuir la frecuencia de las sesiones, pero alargar el tiempo de
tratamiento.
¿Análisis o
no análisis? Nos decimos analistas porque a través de nuestro propio análisis,
el estudio teórico, técnico y clínico, afianzado este último mediante las
supervisiones, hemos progresivamente incorporado el dispositivo analítico en
nuestra forma de escuchar, de pensar y de trabajar con nuestros pacientes; no
porque los atendamos un número de veces por semana o hagamos que éstos se
recuesten en el diván. Hornstein (2018) se pregunta ¿para qué analizamos? y
señala que en parte lo hacemos para procurar cambios lo "suficientemente
buenos" en nuestros pacientes, es decir, que hagan la vida más llevadera,
buscando transformar las relaciones del Yo con el Ello, el Superyó y la
realidad exterior, mencionando que es gracias a estas transformaciones que
pueden surgir otros desenlaces para el conflicto, modificándose las relaciones
de compromiso. Por supuesto que tan grande empresa será menos compleja
mientras mayor espacio y tiempo tengamos para trabajar y en este sentido una
frecuencia más alta será un factor importante en nuestro intento por lograrlo.
Sin embargo, no dejamos de ser analistas si nos vemos en la necesidad, muchas
veces forzosa, de trabajar con una frecuencia menor, probablemente estemos
trabajando en una psicoterapia analítica o en un análisis a baja frecuencia, lo
cual no es demeritorio, procurando hacerlo de la mejor forma posible y buscando
brindar la mejor ayuda posible a nuestros pacientes.
Debo
señalar que coincido con Coderch (1987) cuando señala que una frecuencia ideal
para una psicoterapia psicoanalítica puede darse en un encuentro de dos veces
por semana, que parece dar un margen ideal para profundizar sin generar tanta
dependencia o regresión transferencial. Del mismo modo, Leisse (1993) menciona
que puede darse un encuadre analítico con una frecuencia de tres sesiones
semanales, trabajando con el diván, la interpretación, la transferencia y las
resistencias. El punto del diván puede ser debatible, ya que puede variar según
el caso por caso, pero en el resto de los condicionantes vemos un conjunto en
el cual la frecuencia es únicamente un factor más entre varios. Pienso que una
mayor frecuencia puede permitir la posibilidad de trabajar en diván, si
estuviera indicado, y de interpretar a mayor profundidad, incluyendo el
análisis de la transferencia y las resistencias. No es la frecuencia únicamente
la que determina si se trabaja analíticamente, pero forma parte de un encuadre
donde ésta facilita hacerlo así.
Para el
trabajo de alta frecuencia, algunos analistas sugieren plantearlo de entrada,
desde la formulación del contrato, con un número determinado de sesiones
semanales, usualmente tres, mientras, otros recomiendan, si se encontraran
algunas dificultades o resistencias en el paciente para poder comenzar en alta
frecuencia, iniciar con una frecuencia mínima de dos veces por semana,
permitiéndole al paciente poder ver él mismo, la necesidad de una frecuencia
mayor para trabajar todo lo que le pasa y entonces aumentar la cantidad de
sesiones de manera progresiva en la medida que también avanza y profundiza,
siendo partícipe de la necesidad de revisar sus aspectos personales con una
frecuencia mayor. Debe tenerse en cuenta que en ocasiones puede haber
factores que atenten contra el trabajo de alta frecuencia, siendo la mayoría de
las veces las limitaciones económicas las que le impiden al paciente poder
pedir una o dos sesiones más, sin descuidar otras como la distancia, el tiempo
de traslado al consultorio del analista, o simplemente en general el ritmo de
vida cada vez más agitado, lleno de necesidades y exigencias más fuertes. En
este particular, la creatividad, ingenio y forma de proponer el encuadre
analítico de parte del analista pueden resultar condicionantes de peso a la
hora de establecer la frecuencia de las sesiones.
Por último,
hay un elemento más del trabajo analítico al que quiero hacer referencia: la
rigidez del marco analítico y la forma en cómo esta es asumida por el
psicoanalista. El análisis es un proceso dinámico y en el transcurso del
proceso, el paciente o analizando pasa por diferentes fases. Algunas más
dependientes y regresivas, otras más independientes y adultas inclusive, pero
también algunas atravesadas por la palabra el recuerdo y la asociación, y otras
donde lo inconsciente parece expresarse de otra manera. Es un proceso continuo
de transformación del cual somos partícipes y testigos. A veces es un vaivén,
que en cada ir y venir permite cierto progreso.
Ciertamente,
el encuadre existe para brindar estabilidad, para enmarcar el trabajo a
realizar y muchas veces para ser una medida de las resistencias, en caso que
los actos del paciente vayan contra éste, sin embargo, una rigidización
excesiva puede tender a fomentar mayores resistencias y trabar el avance del tratamiento.
En este sentido, resulta válido considerar el planteo realizado por Marucco
(2006), quien menciona que considerando los cambios que se han venido dando con
los años y a los cuales el psicoanálisis ha tenido que adaptarse, es posible
ajustar la frecuencia de tratamiento dependiendo de las necesidades del
paciente y del momento por el cual atraviese el proceso de análisis, en vez de
conservar un número fijo de sesiones, de manera ortodoxa a lo largo de todo el
tratamiento, teniendo en cuenta algunos condicionantes como las características
de la psicopatología y las posibilidades de acceso terapéutico, además de la
atemporalidad del inconsciente, de la cual podemos sacar partido ya que en ocasiones
lo inconsciente puede expresarse en actos y no necesariamente por la vía de la
regresión, asociación y recuerdos, lo cual sí estaría atado a una alta
frecuencia de ser éste el objetivo.
Como parte
del encuadre, la cantidad de sesiones a la semana es un factor a establecer y
como tal requiere de una justificación y un sentido. No podemos guiarnos por la
ortodoxia ni por lo que se supone que es el deber ser estableciendo de manera
predeterminada un número de sesiones semanales de antemano, sin saber si
funcionará. Al momento de proponer un trabajo terapéutico o analítico una
cantidad determinada de veces a la semana, debe tomarse en cuenta tanto la
demanda del paciente, como sus posibilidades y limitaciones de toda índole,
teniendo en consideración también, la capacidad que puede existir de adecuarse
a este ritmo de tratamiento. Ante un mundo cambiante, la necesidad de
soluciones más concretas y la imposibilidad de sostener frecuencias tan altas
como otrora, los analistas se han ajustado echando mano de las psicoterapias
psicoanalíticas, con muy buenos resultados. Sin embargo, aunque partimos de la
necesidad de un trabajo de alta frecuencia si en realidad lo que se desea y se
necesita es un trabajo analítico como tal, debemos tener presente que en
algunas oportunidades no será posible analizar del modo que deseamos, por lo
cual deberemos procurar trabajar con la mayor frecuencia posible que se acople
a las características y necesidades del paciente, teniendo en cuenta que esto
no hace el proceso menos meritorio, aunque quizás si implique cierta pérdida de
espacio y profundidad por lo menos de manera transitoria mientras el trabajo va
cobrando mayor espesor.
Complemento técnico, metapsicológico
y social al problema de la frecuencia de las sesiones[1]:
El problema
de la frecuencia se mantiene vigente con el transcurrir de los años, al menos
en nuestro contexto latinoamericano, pero debe de rescatarse que no es un
problema nuevo, sino tal vez uno que no hemos podido enfrentar del todo y con
el cual tampoco hemos aprendido a convivir sin conflictos.
Así, por
ejemplo, ya en 1997 Juan Pablo Jiménez hacía su descargo en contra de la
proliferación de las psicoterapias psicoanalíticas en nuestro contexto,
llamando la atención de no caer en el ejercicio de lo que llamaba un
“psicoanálisis diluido” lo cual a su juicio incidía en que el número de
pacientes que demandaran un verdadero trabajo de análisis disminuyera, sin que
la IPA tuviese política alguna para posicionarse frente a esto (Jiménez, 1997).
Por la
misma época, una investigación realizada en la Asociación Psicoanalítica del
Uruguay daba cuenta de la asombrosa cifra de un 78,2% de los pacientes adultos de
los psicoanalistas de la institución que trabajaban en ese momento en una
frecuencia de una o dos sesiones a la semana. Es decir, sólo un 21,8% de los
pacientes adultos de profesionales de nuestra Asociación Psicoanalítica estaban
cursando tratamientos de alta frecuencia (Seigal et al., 1996).
Esto
plantea un problema muy real, pues no se trata de únicamente psicoterapeutas
formados en el marco de un “psicoanálisis diluido” en institutos de
psicoterapia paralelos a nuestro marco institucional quienes trabajaban en este
encuadre sino analistas reconocidos, miembros de IPA que se encontraban
trabajando en una baja frecuencia en una mayoría bastante abrumadora hace ya
casi tres décadas. En una investigación posterior en el mismo contexto (Altmann
et al., 2002), el porcentaje de pacientes en alta frecuencia disminuía de un
22% a un 20% “aumentaban los de una vez por semana y bajaban los de dos” nos
dicen, con el agregado de que un 65% de los pacientes de alta frecuencia en el
caso de analistas con mayor experiencia, se trataba de análisis de formación.
Aunque las
cifras son obtenidas en un momento y lugar particular, no tendríamos por qué
pensar que diferirían radicalmente en otros ámbitos al menos de nuestra américa
latina. En mi experiencia personal estas cifras no sorprenden y más bien diría
que se condicen con lo observado en contextos incluso disímiles como Venezuela
y Uruguay en el transcurso de los últimos años y se ratifican informalmente en
el intercambio con colegas de otras latitudes dentro del marco de Fepal. Desde
Brasil, Miodownik (2014) nos comenta: “encuestas e intercambios de experiencias
entre psicoanalistas confirman una proporción significativa de casos de baja
frecuencia en la clínica actual” (p.20). Es decir, los analistas pensamos
teóricamente en un proceso de alta frecuencia, formamos otros analistas bajo
este formato, pero al momento de trabajar en nuestra clínica, la mayoría de las
veces hacemos otra cosa.
¿Con qué
problemática nos estamos enfrentando? Quizás mucho de la disminución del
trabajo de alta frecuencia tenga que ver con los cambios socioculturales y
económicos de la época, más que con la “proliferación de psicoterapias
psicoanalíticas” como menciona Jiménez. Creo que entrar en esta categorización
del psicoanálisis diluido sería seguir en el viejo contrapunto entre el “oro”
del psicoanálisis y el “cobre” de las psicoterapias sobre lo cual ya se ha
dicho mucho sin que las partes lleguen a puntos de acuerdo.
Si
hiciéramos una investigación actual, tal vez encontraríamos que una parte
importante de los analistas tenemos mucho trabajo y demandas constantes de
tratamiento, pero que cada vez más los pacientes insisten en demandar procedimientos
con una frecuencia más espaciada entre las sesiones, aun siendo pacientes que
otrora tendrían condiciones para un encuadre más clásico. Lo que tal vez sería un riesgo es que nosotros
como analistas lo estemos aceptando como algo natural y nos estemos olvidando
de proponer o pensar en análisis de alta frecuencia cuando corresponda. Debemos
estar atentos de no caer en la secuencia de menor frecuencia, menor
abstinencia, menos transferencia: la reacción en cadena que llevaría a un psicoanálisis
light (Widlöcher, 2010, p.45). También es cierto que por ejemplo, llenarse
de pacientes de una vez por semana dejaría incluso a nivel de agenda poco
espacio disponible para ofrecer más horas a pacientes que se beneficiarían de
una frecuencia más alta y operaría como una resistencia de los propios
analistas a trabajos más frecuentes y tal vez más profundos; creo que esto no
es así en la práctica y que en la medida de las posibilidades se procuran los
pasos necesarios para ir a la par de lo que el tratamiento va requiriendo de
nosotros.
Dirán Thomä
y Kächele (1989) que la alta frecuencia y el uso del diván fueron en su momento
criterios para decidir si un tratamiento determinado podría ser calificado, o
no, como análisis. Se constituyeron así en un papel de marca profesional que
operaba como un elemento que otorgaba cohesión y pertenencia dentro del grupo.
Hoy en día considero que trabajamos de otra manera.
Es difícil
que haya un consenso entre los psicoanalistas sobre si la alta frecuencia es
indispensable para la marcha de un proceso que pueda calificarse de “analítico”
como tal, con la abstinencia, el trabajo de la transferencia, la regresión y
las resistencias e incluso se debate sobre los efectos que pueda tener el
tratamiento a mediano o largo plazo con más o menos sesiones. En ocasiones se
dice que sí es indispensable, pero otras tantas veces se piensa en el caso por
caso, en el deseo del paciente de analizarse y en su capacidad para hacerlo más
que en la frecuencia con la que se asista.
Muchas veces he escuchado decir que “hay pacientes que funcionan muy analíticamente
en dos sesiones por semana” a la vez que siempre se insiste en que existe “un
cambio significativo entre trabajar a dos veces por semana y hacerlo a tres”,
aunque se dice lo mismo entre pasar de una a dos sesiones semanales.
Por otro
lado, autores como Marucco (2004, 2006) plantean que si el psicoanálisis de hoy
no trabaja únicamente con el recuerdo y con la regresión transferencial, sino
también con las patologías del acto, quizás la actuación al darse en otros
contextos más allá de solo el análisis como expresión de lo inconsciente, no
requeriría de un trabajo en alta frecuencia sino hasta que la apuesta libidinal
del analista ayudara a establecer las ligaduras y los tejidos
representacionales básicos para después poder trabajar con el recuerdo y lo
inconsciente reprimido, donde sí se necesitaría de un trabajo con una
frecuencia mayor fomentando las regresiones transferenciales habituales.
Por otro
lado, soy de pensar que la distancia entre sesiones remite a un ritmo
inconsciente que en última instancia evoca los juegos de proximidad y distancia
del bebé con la madre en las primeras etapas de la vida, aquellos vaivenes que
ambos necesitan para ajustarse mutuamente el uno al otro y que implican una
periodicidad en las tomas del pecho, sueño y presentación del mundo externo.
Nos dirá Víctor Guerra: “una de las primeras formas de ritmicidad en el
encuentro con el otro es la alternancia entre búsqueda del objeto y repliegue narcisista”
y agrega: “el bebé sale de sí mismo en la búsqueda de interacción, después se repliega
sobre sí mismo como forma de metabolización de la experiencia” (APU, 2020, p.
70).
Teniendo en
cuenta esto y los factores regresivos implícitos en una alta frecuencia,
también tendríamos que considerar que, si bien un número importante de
pacientes pueden verse beneficiados de una alta frecuencia y hasta necesitarla
por funcionar dentro de un ritmo de idas y vueltas más rápido, tal vez de
entrada, y atendiendo a estos primeros momentos de la existencia, quizás no
todos los pacientes procesen o toleren demasiada cercanía con su analista por
igual. Esto podemos verlo en casos en los cuales no parecen existir razones de
peso atribuibles a factores económicos o de temporalidad externa que impidan un
aumento de la frecuencia, pero, sin embargo, el paciente presenta una
resistencia muy marcada a hacerlo, quizás, por la fantasía inconsciente de
quedar atrapados en una relación fusional con el analista. De cualquier manera y coincidiendo con lo
señalado por Miodownik (2014) pareciera que lo importante, más allá del número
de sesiones, para mantener el encuadre es mantener el ritmo, siendo esta una de
las condiciones para que el proceso analítico se desarrolle; el problema es que
esto no es fácil con una frecuencia muy baja de sesiones.
Entonces
¿cómo pensamos y abordamos el problema de la frecuencia hoy? Considero que como
analistas formados bajo un encuadre de alta frecuencia y un tratamiento
sostenido longitudinalmente en el tiempo nadie duda de los beneficios que puede
tener analizar con una frecuencia de tres o más sesiones semanales. Sin
embargo, también es cierto que el psicoanálisis se originó en un contexto que
no es el mismo con el que contamos hoy. Miodownik (2014) comenta que
actualmente nos encontramos con “factores sociales (cuestiones financieras,
caos urbano, compresión del tiempo cronológico), culturales (el inmediatismo de
la subjetividad contemporánea), clínicos (aparatos psíquicos que no se adaptan
al encuadre clásico) e incluso a dificultades internas de los propios psicoanalistas
con el método” (p. 19); a esto yo agregaría en lo socio-cultural que la forma
en cómo es visto el psicoanálisis hoy en día no es la misma de tiempos
anteriores.
Recuerdo
una premisa de Winnicott que planteaba: “analizo porque es lo que el paciente
necesita y le conviene. Si el paciente no necesita análisis, hago otra
cosa” (Winnicott, 1962/1993, p.217), tal vez en el psicoanálisis de hoy en día
debamos discriminar, no sólo si el paciente requiere de análisis o no, sino
también si puede acceder al mismo en caso que lo necesite y si está dispuesto a
afrontarlo, no sólo económicamente sino desde el compromiso emocional que se
necesita y quizá en ese sentido, el manejo de las expectativas con las que una
determinada persona llega a las entrevistas puede ser importante.
Ahora, sin
ser algo devaluado, esa “otra cosa” que hacemos cuando consideramos
inconveniente o no vemos posible un análisis de alta frecuencia podría ser una
psicoterapia analítica, como muchas veces debemos de emprender en contextos
institucionales o incluso en nuestros consultorios cuando el paciente trae
ciertas limitaciones, o un camino preparatorio para un análisis que por lo
general suele iniciarse en baja frecuencia hasta que va adquiriendo ciertos
matices que permiten ir transformando el marco de trabajo. No considero viable ni
posible que un psicoanalista formado, aun cuando hiciera psicoterapia,
terminara cayendo en un terreno en el que siente que “todo vale” empleando
técnicas sugestivas, de consejo o conductuales; traigo esto porque en la vieja
diatriba entre análisis y psicoterapias ha sido uno de los factores que
reiteradamente se ponen en juego en desmedro de estas últimas. Considero que
nuestra ética nos habilitará cuando sea necesario a una derivación antes que a
un forzamiento de nuestro método sólo por conservar a un paciente que de
ninguna manera tendría la posibilidad de encajar en un marco de pensamiento
psicoanalítico y con el que no consideramos posible trabajar, sea con mayor o
menor número de sesiones.
Por regla
general, y siempre que estemos frente a un caso que lo permita y que pueda
beneficiarse de nuestra técnica, tratamos de conservar la esencia de nuestro
método aún cuando tengamos que hacer algunos ajustes en el encuadre porque el
funcionamiento psíquico del paciente o su realidad económica así lo demande. Estaremos
teniendo un proceder analítico siempre que trabajemos con la transferencia, la
abstinencia necesaria, el encuadre, la noción de resistencias, y sobre todo en
la medida en que nuestro mayor instrumento, la escucha psicoanalítica esté
presente. En una buena parte de casos,
aún cuando el paciente necesita de un comienzo progresivo por sus
características individuales o no puede costearse una alta frecuencia, nuestra
disposición analítica interna puede ir llevando progresivamente, aunque tal vez
tome un poco más de tiempo, a la construcción de un espacio de análisis e ir
incluso produciendo cambios psíquicos que permitan que por una parte la persona
pueda acceder a nuevas posibilidades reales en su vida, entre ellas, la de
pagar y sostener un tratamiento más frecuente, pero también por otro lado la de
instalar a mayor profundidad una interrogación y una capacidad analítica interna
que tal vez no existía al momento de iniciar el trabajo con nosotros. También juega a favor la construcción de la
confianza en sí mismos, así como en el analista y en el dispositivo que podemos
ofrecerle como objetos buenos que pueden nutrirle y que no tienen por que ser
vividos desde un lugar persecutorio.
En última
instancia, considero que el problema de la frecuencia, aunque no es nuevo,
sigue siendo un problema para el análisis de nuestros tiempos. Como analistas
estamos llamados a procurar siempre un pensamiento y una escucha psicoanalítica
que vaya en consonancia con nuestros tiempos y que permita abarcar tanto
pacientes que estén dispuestos a asumir una alta frecuencia, incluso en diván,
como otros que tal vez no puedan o quizás no resulten buenos candidatos para un
trabajo de esta índole. A mi entender resulta poco provechoso continuar
estableciendo diferencias marcadas entre psicoanálisis y psicoterapias sólo por
la frecuencia con la que concurra la persona a nuestro cargo, pues entendemos
que este es un factor más, y no el único que permite delimitar el trabajo que
hacemos.
En este
sentido, y aún cuando todos somos conscientes de las ventajas que nos permite
una alta frecuencia cuando el caso lo requiere, considero que no siempre que
estemos frente a una frecuencia menor a tres veces por semana estemos haciendo
psicoterapia. Quizás se trate de un proceso analítico en baja frecuencia o uno
que comienza a recorrer un camino diferente en vías de serlo más adelante, no
sólo por la frecuencia si no por todo lo que se despliegue en el marco del
dispositivo analítico en la medida que el tiempo lo permita.
Por otra
parte, si bien la mayoría de las veces procuraremos hacer un análisis,
sostenerlo y llevarlo a término, cuando nos encontremos frente un caso que requiere de nuestra ayuda y al
que podamos sostener de otra manera, por ejemplo a través de una psicoterapia
psicoanalítica, sea porque esté incluido dentro de un marco institucional, por
las propias condiciones del paciente en un nivel clínico, o por su expectativa
y demanda de tratamiento, procuraremos hacerlo brindando nuestro instrumento
analítico interno, sin que esto implique conformarnos con algo de menor valía,
sino simplemente ajustar nuestro dispositivo a las condiciones de un caso que
tal vez requiere “otra cosa” diferente a un análisis pero aun entrando de
nuestro margen de acción, y con pleno conocimiento de lo que estamos haciendo.
A modo de
cierre, quisiera llamar la atención sobre algo que mencioné anteriormente y que
tiene que ver con lo que muchas veces se ha conocido como “la transferencia
social hacia el psicoanálisis”, me refiero al impacto que genera nuestra
práctica en la sociedad y la manera en cómo somos vistos por el público en
general (no sólo del mundo psi) y que es en su gran mayoría el que
posteriormente terminará asistiendo a nuestras consultas. Sabemos que en el momento
de su creación, el psicoanálisis fue muy resistido por la medicina por marcar
un cambio de paradigma y Freud destinó durante gran parte de su vida un
encomiable empeño en hacerle un lugar de prestigio y respeto al psicoanálisis
dentro de la ciencia de aquel momento; también que fue muy criticado por los
más conservadores a inicios del siglo XX dado el lugar que cobraba la
sexualidad para nuestra vida anímica, incluso desde niños, y aún peor, que
dentro del contexto de su época debió lidiar con el estigma de ser “una ciencia
judía” lo cual le implicaba rechazo dentro del marco del antisemitismo
creciente en la Europa de aquellos años.
Pese a todo
esto y con el paso del tiempo, el psicoanálisis fue ganando un amplio prestigio
social sobre todo entre las clases más adineradas y logró despertar el interés
de médicos y psiquiatras que entendían que más que reñir con la medicina, el
psicoanálisis les permitía explorar terrenos desconocidos hasta entonces. Décadas
atrás, el poder analizarse representaba entre otras cosas cierto estatus social
que no para todos era accesible y representaba también para el psicoanalista una
garantía de provecho económico que quizás se ha ido perdiendo. También es
cierto que en parte estas circunstancias le hicieron merecedor de calificativos
que tildaban al psicoanálisis de “elitista” y en ese sentido las psicoterapias
psicoanalíticas brindadas en otra frecuencia y en otro contexto institucional
parecieron aparecer como una especie de “aplicación social” del psicoanálisis,
contribuyendo entre otras cosas a una masificación de la cantidad de pacientes
que podían acceder a un tratamiento, aunque no fuera clásicamente
psicoanalítico.
En conjunto
con esto, la presencia del psicoanálisis en los hospitales, incluso con el
funcionamiento de grupos terapéuticos conducidos por psicoanalistas años atrás,
contribuyó enormemente a la difusión de nuestro oficio y a que el público
tomara noción de su existencia y progresivamente se apropiara de él, aunque
quizás paulatinamente la noción de tratamientos de corte psicoanalítico aunque
no fueran propiamente un análisis ha ido remplazando y relegando la idea del
psicoanálisis como tal, o en el mejor de los casos equiparándoles y borrando
las diferencias a simple vista.
Soy de
pensar que el psicoanálisis es un bien público, aunque el público no lo sepa.
Si permanecemos encerrados en nuestros consultorios y asociaciones y a la vez
que debemos lidiar con nuevas ofertas de tratamiento que ofrecen soluciones
mágicas y curas milagrosas con poca inversión de tiempo y dinero, no hacemos
nada por visibilizar nuestra práctica, va a ser muy difícil que el paciente
antes de llegar a nuestro encuentro sepa qué está demandando y llegue queriendo
“analizarse” en lugar de sólo procurar “hacer terapia” o “ir al psicólogo”, lo
que nosotros sabemos que pueden ser cosas muy diferentes, pero que ellos no
tienen por qué saber y posiblemente lo dicen desde el desconocimiento y con la
mejor de las intenciones.
Tomemos en
cuenta que nuestra práctica es muy particular y que la mayoría de las personas
no tiene idea de cómo trabajamos ni por qué; considero que si las razones de
nuestro método de trabajo no se conocen estaremos cada vez más lejos de poder
seguir trabajando en alta frecuencia, aunque el paciente tenga las condiciones
y nosotros pensemos que es lo que más le favorece.
Queda de
nuestra parte tratar de seguir visibilizando nuestra profesión, participar de
la vida cotidiana, de espacios de opinión pública y de nunca olvidar nuestro
compromiso social y participar de él. De lo contrario, corremos el riesgo de ir
siendo invisibilizados cada vez más, de ser arrastrados por la tendencia a
tratamientos rápidos, efectistas y superficiales, además de perder espacios en
hospitales, en cátedras universitarias y sobre todo en el imaginario colectivo
de la sociedad. Si esto sucede, difícilmente podremos rescatar la posibilidad
de continuar trabajando en alta frecuencia y seguiremos culpando al público y
los cambios socioculturales sin ver lo que nosotros dejamos de hacer para
mantenernos vigentes en un mundo como en el que habitamos hoy.
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[1] Este apartado fue escrito y
agregado en 2025 durante la revisión del texto a siete años de su redacción
original.
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