Efectos traumáticos del desamparo psíquico temprano
“¿Cómo poner una palabra en el paisaje
sin que el silencio se asuste
igual que un animal sorprendido en el
bosque
o como una procesión que ha perdido su
imagen?”
Roberto Juarroz (1975/1978)
Sabemos que existen una serie de factores que, al estar presentes desde
los primeros momentos de la vida del niño, contribuyen en gran medida a la
estructuración psíquica de una forma más o menos sana, con una mejor
constitución, y que potencian mayores recursos para hacer frente a las
vicisitudes de la vida en etapas más tardías.
De allí, la importancia de algunos conceptos como la madre
suficientemente buena y el holding de Winnicott o la función
Rêverie planteada por Bion que tendrán gran peso a lo largo del desarrollo
pregenital del infante, aunque la experiencia sea relativa y varíe según la
singularidad de cada caso.
Puede considerarse que, tras el nacimiento, la vida psíquica se inaugura
con la mirada de la madre y su respuesta ante el llanto del bebé, en el momento
en el cual el mundo interno del niño comienza a recibir contenidos de parte de
aquél que le sostiene y le nutre, y a partir de ese momento se va a dar un juego de introyecciones e identificaciones
tempranas realizado en base a elementos sensoriales de la madre que van a
llevar a la constitución de un yo primitivo, cuya textura se formaría
apuntalándose en las consiguientes experiencias de gratificación y frustración
que fueran dadas al niño (Lander, 2014), ejerciendo funciones como proveerle
vitalidad, sentimientos de seguridad y protección (Hornstein, 2002), a la vez
que se contienen sus ansiedades más tempranas y las primeras manifestaciones de
insatisfacción.
Klein (1960) señala que la relación con la madre es la primera y
fundamental, aquella en la que el niño experimenta amor y odio por primera vez.
No sólo es un objeto externo, sino que el niño internaliza aspectos de su
personalidad. Si los aspectos buenos de la madre introyectada dominan a los
frustrantes, esta madre internalizada deviene la base de la fortaleza del
carácter, porque el yo puede desarrollar así sus potencialidades, considerando
la buena relación del bebé con la madre, la alimentación, el amor y el cuidado
que ella le provee, como la base de un desarrollo emocional estable; se constituiría
así la base del llamado “objeto bueno interno” que sabemos resulta fundamental
para la vida psíquica en todas sus etapas posteriores y para lidiar también con
los peligros interiores y del mundo externo.
Ahora, si consideramos al desamparo como la vivencia de vulnerabilidad
experimentada ante la pérdida, o la ausencia total o parcial de referentes de
amor, cuidado básico y protección para un ser que lo necesita
indispensablemente pues no es capaz de proveerse por sí mismo del producto de
estas funciones, quedando como registro psíquico el desvalimiento, ¿qué sucede
cuando sobreviene una vivencia de desamparo en estas etapas tan tempranas?
Entre el desvalimiento y la vulnerabilidad: de la madre muerta a la
falta básica.
En primer lugar, debemos considerar la magnitud de la vivencia de
desamparo a la cual nos referimos y la vulnerabilidad del sujeto, pero si se
tratase de una vivencia de máxima intensidad, donde desaparecen repentinamente
los referentes de cariño, cuidado y protección para un bebé de pocos días o
meses de nacido, en la cual la madre no sólo deja de ser lo suficientemente
buena, sino que deja de estar por completo, convirtiéndose en una madre
abandonante que deja al niño a merced de los distintos riesgos de su medio, sometido a la máxima deprivación e
insatisfacción pulsional, entonces se trataría de una experiencia que sin duda
se pudiera inscribir en el orden de lo traumático, aunque es posible que
incluso experiencias menos dramáticas también lo sean.
Ciertamente, no todas las
vivencias subjetivas de desamparo serán iguales, ni tampoco los efectos que
éstas conlleven, pero como tendencia general, mientras más temprana, sostenida
y de mayor magnitud sea la experiencia sufrida, más profundas serán las huellas
que dejará en el psiquismo, lo cual repercutirá posteriormente en diferentes
momentos de su vida y probablemente sus efectos se pongan de manifiesto
mediante la aparición de sintomatologías diversas, de las cuales seremos
testigos en nuestra consulta.
El rango de mayor o menor intensidad de una vivencia de desamparo puede
variar, así como cuán traumática resulte esta experiencia para el sujeto. Green
(1980/1986) plantea el concepto de madre muerta para explicar la
relación del niño con una madre, que aunque permanece viva e incluso
físicamente presente, está distante en lo afectivo, producto de un duelo que le
absorbe a sí misma, siendo incapaz de continuar con el proceso de investidura y
libidinización de su hijo, quien lo vive como una catástrofe, ya que sin razón
alguna el amor previamente ofrecido se ha perdido de golpe, conllevando a un
trauma narcisista que desemboca no sólo en la pérdida del amor, sino también
del sentido, ya que el bebé no dispone de explicación alguna para entender lo
sucedido y tras infructuosos intentos de reparación, que le llevan a sufrir
impotencia, terminará por hacer una desinvestidura del objeto e identificarse
inconscientemente con la madre muerta, lo cual traerá consecuencias a
largo plazo en su estructuración psíquica y en su forma de vincularse con otros
objetos, en su propio narcisismo y en su futuro libidinal. Puede haber casos aún peores, donde la madre
nunca llega a estar o desaparece casi sin dejar registro de haber existido y
haber brindado cariño, protección o satisfacción previamente.
La experiencia de lo traumático puede inscribirse en el clásico concepto
económico freudiano de un exceso de estimulación que sobrepasa la capacidad del
aparato mental para procesarle, o también puede estar inscrito en el terreno de
lo negativo, desde la emergencia de un
trauma pasivo que implica ausencia, en este caso de la estimulación necesaria
para el desarrollo infantil temprano (Hernández y García, 2016): puede haber
ausencia de cariño, de cuidados, de atención, de libidinización, de
narcisización, que además lleva a la sensación de desvalimiento antes
mencionada. Ahora, dependiendo de la
vivencia de desamparo, sobre todo cuando el abandono es del orden de la
realidad fáctica y no únicamente una vivencia subjetiva susceptible de ser
relativizada, a este concepto de trauma pasivo puede sumársele el concepto
clásico de trauma psíquico, pues el bebé no sólo quedaría en ausencia de
aquello que necesita para continuar su desarrollo normal, sino que también
quedará expuesto a las dificultades de un medio hostil contra el cual no tiene
la capacidad de hacer frente: hambre, frío, contacto con contextos insalubres,
son sólo algunos de los riesgos que corren niños que son abandonados a su
suerte incluso días después de haber nacido, teniendo implícito un potencial
riesgo de muerte.
Ya Freud (1926/1976) había mencionado las desventajas del ser humano
recién nacido frente a otras especies, pues en éste la dependencia es máxima ya
que la criatura humana viene al mundo más inacabada que en el caso de otros
animales, lo cual por una parte hace mayor la significatividad de los peligros
del mundo exterior, así como por otra, el papel a jugar por el único objeto que
puede protegerle de esos peligros.
Hechos como los descritos, donde la vivencia de desamparo es total,
donde el riesgo de muerte es pleno y donde el abandono del bebé a su suerte por
parte de una madre o unos padres que no desean tenerle está presente, no suelen
ser infrecuentes en nuestro contexto latinoamericano, sobre todo en situaciones
de máxima pobreza, donde el desamparo de otra índole, el social y el económico,
termina repercutiendo directamente en la vida de bebés recién nacidos, cuando
éstos son abandonados sufriendo experiencias de desamparo psíquico y físico
reales. Una viñeta clínica presentada más adelante ilustrará este tipo de
situaciones, sin embargo, vale la pena destacar que en casos como éstos la
exposición traumática del niño es plena y la vivencia de la ansiedad
aniquilatoria es máxima.
Podría afirmarse que vivencias de desamparo en etapas tempranas,
conllevan a la presencia de una especie de abismo en la textura del yo que
derivarán en la presencia de distintas patologías, pero cuyo punto en común
podría resumirse en lo no simbolizable. Por lo general experiencias tan
intensas, cuando el sujeto no ha adquirido el uso del lenguaje, hacen que su
inscripción quede en el registro de lo narcisista y sus efectos lo vemos en la
clínica mediante la aparición de cuadros sintomáticos que distan de las
neurosis clásicas. Así como vemos los
efectos en el caso del complejo de la madre muerta, podemos toparnos, entre
otras, con patologías narcisistas graves, trastornos psicosomáticos, crisis de
pánico, una estructuración usual desde el déficit y no desde el conflicto y
frecuentemente la clínica del vacío interior, la cual se presenta como una
sensación de vacío, a veces existencial y a veces físico, que necesita ser
tapado usualmente mediante la presencia de un tercero significativo con el cual
se desarrolla un apego intenso, y con quien se tiene una relación de objeto
predominantemente fusional, ya que se convierte en alguien que obtura el agujero
previamente existente y da una sensación ilusoria de completud y seguridad.
Así mismo, puede estar presente una sensación de difusión de la
identidad, así como el uso de mecanismos de defensa primitivos, al igual que una
ansiedad muy intensa (que se vive desde la separación o llega a tener incluso un
carácter aniquilatorio) y que evoca las ansiedades vividas durante la situación
de desamparo, sobre todo si el objeto que ayuda a tapar ese vacío de carácter
estructural está ausente o existe riesgo de perderlo.
En este punto cabría rescatar el concepto de falta básica
propuesto por Balint (1979/1982)[1] quien,
haciendo referencia a sensaciones y experiencias de sus pacientes, que no se
referían a un conflicto, ni a un complejo, ni a una situación determinada que
les ocurriera, expresaban una falla de origen primario que seguía teniendo
plena vigencia. Para Balint, “el paciente dice que le falta algo en su
interior, una falta que debe ser reparada (…). Éstos sienten que la causa de
esa falta está en que alguien les falló o los descuidó” (Balint 1979/1982, p.
35) y agrega que “una gran ansiedad invariablemente alienta en este nivel,
ansiedad habitualmente expresada como una desesperada demanda de que esta vez
el analista no habrá de fallarles, es más, no debe fallarles”. (loc. Cit)
Profundizando en sus causas, esclarece:
“A mi
juicio, el origen de la falta básica puede remontarse a una aguda discrepancia (en
las primeras fases formativas del individuo) entre las necesidades
bio-psicológicas y los cuidados psicológicos y materiales que se le brindaron,
como la atención y el afecto de que fue objeto en los momentos oportunos. Esa
discrepancia crea un estado de deficiencia cuyos efectos posteriores parecen
sólo parcialmente reparables. La causa de esta discrepancia temprana puede ser
congénita, es decir, las necesidades bio-psicológicas del infante pueden haber
sido excesivas (…) o puede ser ambiental, como cuidados insuficientes,
deficientes, fortuitos, o una actitud demasiado ansiosa o sobreprotectora o
áspera, rígida, groseramente incoherente, inoportuna, sobreestimulante o
sencillamente incomprensiva o indiferente”. (Balint 1979/1982, p. 36)
Puede verse entonces que el concepto se enmarca en una discrepancia
considerable entre las necesidades del individuo y los cuidados brindados por
los objetos cercanos en su ambiente, y que parte de las características que le
atañen, tiene que ver con la irreversibilidad parcial de la deficiencia que ha
quedado, característica que pudiéramos considerar también como uno de los
efectos traumáticos a largo plazo de una situación vivencial de desamparo.
Balint señala, así mismo que todos tenemos una falla básica, aunque su gravedad
dependerá de las circunstancias en que haya transcurrido nuestra primera
infancia (Daurella, 2017), lo que permitiría sustentar la idea que mientras más
intensa y traumática sea la vivencia de desamparo, mayor sería la falla básica
que quedaría como producto de esta experiencia, sobre todo considerando
aquellas vivencias más tempranas.
Esto lleva a considerar un aspecto clave en la relación madre-hijo que
influye en la relación pregenital infantil con ella y es la presencia o no de
un verdadero amor maternal (Liberman, 2012) y el deseo –o no- de esta madre de
haber concebido a su hijo. La maternidad no puede ser considerada únicamente un
instinto, si se toman en cuenta las mujeres que sostienen su deseo de no ser
madres o que cada vez más retardan la edad para tener un primer bebé. Existe
mucho de la influencia del medio, de la maternidad como valor social que por lo
general es transmitido a través de la familia y del contexto social en general
(amistades, cultura, medios de comunicación), que de alguna forma terminan
incidiendo en la decisión de una mujer de ser madre aun yendo en contra de su
propio deseo genuino.
Si la maternidad puede ser fuente de rechazo o de ambivalencia para
algunas mujeres, entonces no es inusual que cada vez más sea creciente la
cantidad de patologías que encontramos vinculadas a experiencias de desamparo,
sea este un desamparo subjetivo vivenciado aun cuando la madre se encuentra
presente pero distante afectivamente, o un desamparo real que somete al niño a
experiencias de privación y de máxima vulnerabilidad, pudiendo ver en el medio
del camino, también otras actuaciones no infrecuentes como odio, molestia
permanente y agresión directa o indirecta que algunas veces se reduce a tratos
crueles y maltratos físicos o una relación utilitaria con el hijo como vehículo
a través del cual intenta retener y mantener cerca de sí al padre del pequeño o
a alguien que pueda cuidarles o mantenerles a futuro.
[1] Balint presenta un primer
trabajo sobre el tema alrededor de 1968. Su obra al respecto es recopilada y
presentada en inglés por Enid Balint en 1979 bajo el sello de publicaciones de
la Clínica Tavistock.
Balint, M. (1982). La Falta Básica.
Paidós (Original publicado en 1979).
Daurella, N. (2017). Falla básica y
relación terapéutica: la aportación de Michael Balint a la concepción
relacional del psicoanálisis. Temas de Psicoanálisis, 13.
Freud, S. (1976). Inhibición, Síntoma y
Angustia. En J. L. Etcheverry (trad.) Obras Completas (vol. XX).
Amorrortu. (Original publicado en 1926).
Green, A. (1986). La madre muerta. En Narcisismo
de vida, narcisismo de muerte. Amorrortu (Original publicado en 1980).
Hernández, V. y García, C. (2016).
Agarrarse al trauma para evitar el dolor del desamparo. Temas de
Psicoanálisis, 12.
Hornstein, L. (2002). Narcisismo:
autoestima, identidad, alteridad. Paidós.
Juarroz,
R. (1978). Roberto Juarroz. Poesía
Vertical antología Mayor. Carlos
Lohlé. (Original de 1975).
Klein, M (2015). Sobre la Salud mental. En Envidia
y Gratitud, y otros trabajos. Obras Completas (vol. III). Paidós.
(Original publicado en 1960).
Lander, R. (2014). Psicoanálisis, teoría
de la técnica (2da ed.). Editorial
Psicoanalítica.
Liberman, A. (2012). ¿Existe el amor
maternal? Trópicos, 20 (1), 139-143.
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