Clínica de la infidelidad: una aproximación psicoanalítica
“De
sobra sabes que eres la primera,
que
no miento si juro que daría,
por
ti la vida entera,
por ti la vida entera.
Y
sin embargo un rato cada día,
ya
ves,
te
engañaría con cualquiera,
te cambiaría por cualquiera…”
Y sin
embargo. Joaquín Sabina
(1996,0m,13s).
La infidelidad como situación, con todas
sus repercusiones, ya sea a nivel de una relación de noviazgo o entre cónyuges,
es uno de los motivos de consulta más frecuentes en la atención de parejas que
demandan terapia, y también uno de los puntos de sufrimiento más comunes en la
psicoterapia o el análisis individual de alguno de los involucrados. A través
de estas líneas se intentará una aproximación a la clínica de dicha situación,
sus implicaciones desde la perspectiva de pareja o familia, así como desde lo
intrapsíquico de la persona que introduce a un tercero, lo cual, podríamos
preguntarnos si no tiende a ser más común dentro del funcionamiento de
estructuras de personalidad con características particulares, como la histeria o
el narcisismo.
Cabe destacar que el término empleado, en
ningún caso supone un juicio de valor sobre un escenario que con frecuencia
responde a razones propias de la dinámica de pareja. Intentamos entender y dar
cuenta de un fenómeno bastante común en nuestra clínica sin juzgar o tomar
partido moral, a contramano de la tendencia social en donde prevalece el juicio
y la culpabilización de alguna de las partes.
Sobre
la fidelidad
El término fidelidad, históricamente ha
referido a varias acepciones.
Antiguamente, durante la formación y propagación de las religiones
monoteístas, el término implicaba guardarle respeto, lealtad y aceptar la ciegamente
creencia en la existencia un Dios determinado, tal como dictaban los cánones de
esa religión, sin que hubiese lugar posible para la duda o la inconformidad;
esta fidelidad estaba marcada además por un carácter de exclusividad: no se
aceptaba la posibilidad de considerar la existencia de otro Dios, o de
permitirse pensar las cosas de una manera distinta a las enseñanzas dadas por
esta religión. Aquel que osara
cuestionarlas, era acusado de infiel además de impuro; de esta
manera el infiel era aquel que había perdido la fe (Escárcega, 2007).
Batoni (2008), refiere que posiblemente la
utilización más antigua del término haga referencia a los primeros años del
segundo milenio de nuestra era, cuando los musulmanes siguiendo las enseñanzas
del profeta Mahoma, habían quitado el rango divino a Jesús, siendo acusados
como infieles por los cristianos de entonces. Sin embargo, este proceder se
mantuvo por siglos, basándose en el fundamentalismo de unas y otras religiones,
tanto para acusar a sus propios seguidores que en algún momento eran vistos
como desertores, como para designar a los creyentes de otras religiones que
podían ser vistos como enemigos. De esto aún se mantienen algunas prácticas más
o menos comunes, particularmente en el medio oriente donde persiste este
fundamentalismo religioso.
La otra de las significaciones, que es la
que particularmente corresponde al planteamiento a desarrollar, tiene que ver
con la fidelidad concebida en un vínculo de pareja, la cual establece también
una relación de respeto, lealtad y exclusividad con el otro (si fuera el
acuerdo). Con el paso del tiempo, se ha
convertido en una norma, o convenimiento social con carácter estructurador,
casi tan fundamental e importante como otras tan antiguas, tales como la
prohibición del homicidio entre semejantes, o más aún, como las del incesto y
del parricidio, de las que hablaba Freud (1913/1976a) en Tótem y Tabú, y que
pueden ser consideradas como el punto de partida de la organización de la
familia y el dejar atrás las primeras hordas primitivas pre-humanas.
Así, encontramos que nuestra cultura
occidental se ha constituido progresivamente a través de una serie de
principios y prohibiciones que partiendo de las del parricidio y del incesto,
se han continuado estableciendo paulatinamente en el marco de un orden social cada
vez más complejo. Aunque como se ha dicho, de gran importancia, el concepto de
fidelidad resulta mucho más moderno, pero ha llegado a convertirse en una
institución dentro de la sociedad, teniendo su falta, implicaciones no sólo de
carácter religioso, sino también de orden jurídico (Lander, 2014a) ya que puede
ser suficiente para solicitar la disolución de un matrimonio, lo que conlleva a
numerosas pérdidas implicadas en lo emocional y económico en torno a la
separación de la familia, e incluso, el reparto de los bienes en común.
El
ideal de fidelidad en la pareja
El ideal de fidelidad, tanto en hombres
como en mujeres, parte de los principios y valores que son vistos en casa desde
la temprana infancia, así como por las tradiciones y costumbres de la familia
(Lander, 2014a); desde muy pequeños introyectamos modos de relación y tendemos
a reproducirlos a lo largo de la vida, por lo que el concepto de fidelidad y
estabilidad de un vínculo amoroso podría estar dentro de lo que se incorpora y
se desea si se crece en un contexto donde esto esté presente. Podríamos decir
que también forma parte del ideal del yo en cuanto a que implica anhelos
o expectativas a cumplir como parte del “quién quiero ser” o del “cómo quiero
ser”.
Poder contar con una pareja estable, sea cual
fuere la calidad jurídica o formal del vínculo no solamente protege de la
soledad, sino que permite soñar con la idea de conseguir un compañero con quien
pasar el resto de la vida y si está dentro de lo deseado, tener descendencia.
Tendlarz (2006), comenta que la vida amorosa “(…) es una sucesión de un único
sueño. Cada sujeto tiene el suyo, el de la pareja que desearía encontrar, y al
hacerlo, se sueña a sí mismo. A veces los sueños se cruzan y despiertan la
pasión amorosa” (p. 22).
Esta cita hace referencia al amor de
pasión. Las pasiones se desatan cuando en el aspecto amoroso se funciona a
predominio del eje narcisista en contraposición al edípico (N/e) y cuando,
además, en ficción se cree que se ha encontrado en el otro aquello que le hace
falta al sujeto para estar completo y ser feliz. En términos lacanianos, se
podría decir que se anhela haber encontrado (siempre de manera ficcionada) el objeto
de deseo, o el objeto (a) en algo del otro, quizás en su mirada, en su
voz, en las sensaciones que le genera, o en la persona como totalidad. Es
decir, se produce un tipo de afecto que maximiza la idealización al punto que
se pierde la capacidad de la alteridad y se establecen relaciones más o menos
simbióticas o fusionales entre self/objeto (Lander, 2012).
Como se dijo, en estos casos estamos ante
la vertiente más narcisista del amor, donde también se juega la ilusión de
serlo todo para el otro que de algún modo tendrá que retribuir esta fantasía de
completud. En palabras de Leisse (2009/2022)
la necesidad de ser amado pertenece al orden de lo
narcisístico; la búsqueda del otro amado puede apuntar más a la búsqueda de un
alguien para ser que de un intercambio amoroso o de placer. De esta manera, al sentir que finalmente se tiene al otro que
complementa, que da sentido a la existencia, se instala un sentido de
pertenencia en el otro que ya no es visto necesariamente como tal, sino como
una propiedad, y por ende no desea ser compartido: de allí la necesidad de la
exclusividad.
El amor de pasión va de la mano con el
enamoramiento y con el deseo de perpetuar esa unión. Así el matrimonio por amor
y la exclusividad dentro de la pareja conyugal entran a formar parte del
sistema de ideales y de lo que espera el uno del otro; pudiera decirse que se
establece el ideal conjunto de la monogamia. Esto se espera, y se exige además
desde las etapas previas a la unión formal, resultando una necesidad desde el
inicio del noviazgo; de esta manera, cualquier ruptura del compromiso de
fidelidad es vista como un engaño y una traición. El no ser fiel a la pareja
trae consigo no sólo la caída de este ideal, sino también conflicto, crisis
inducida por la angustia de la pérdida (tanto del ideal, como de la pareja) y
mucho sufrimiento.
Sin embargo, en los primeros años de la
unión, donde predomina el enamoramiento y este tipo de amor pasional, la
fidelidad no está sostenida por el deber, sino que por el contrario está
soportada e impulsada por la pasión y la satisfacción sexual y amorosa. No es tan frecuente que, durante esta etapa,
factores ajenos a la pareja lastimen el vínculo erótico y de amor previamente
establecido, salvo que existan disfuncionalidades muy marcadas que se hagan
notar con prontitud, o que por el contrario uno de los miembros de la pareja,
tenga particularidades de carácter narcisista o dificultades en la integración
del objeto erótico (Batoni, 2008).
A estas complejidades hacía referencia
Freud (1910/1976b) en Sobre un tipo particular de elección de objeto en el
hombre, cuando planteaba sujetos en los cuales se idealizaba la figura de
la esposa pura y casi virginal como la madre, a la cual se le podía amar y
proteger y de la cual se podía tener una orgullosa descendencia, pero no podía
despertar el deseo carnal y la excitación sexual que obtenía con otras mujeres,
principalmente prostitutas, a las cuales no se les amaba pero con quien el
placer sí estaba permitido, quedando disociados el deseo y el amor en dos
personas o entre dos tipos de mujeres así percibidas.
Clínica
del “hecho infiel”
Caer en infidelidad implica entonces faltar
al ideal previamente descrito, que constituye un elemento básico para la
convivencia y la armonía de la pareja; se da por la introducción de un tercero dentro
de la relación establecida entre dos, siempre a espaldas de la pareja por sus
implicaciones afectivas o sexuales, más o menos manifiestas o implícitas (Escárcega,
2007). Sin embargo, no es fácil determinar, o no existe un punto de referencia
que pueda delimitar en un punto absoluto qué es ser infiel y qué no lo es. Cada pareja, dentro de sus propios ideales y
dentro de lo que espera el uno del otro, establece, así como con otros códigos,
una noción de lo que puede ser una falta a la fidelidad.
Generalmente el hecho infiel es considerado
como una transgresión, al menos al ideal en conjunto de la monogamia, además de
a otros convenimientos propios del ideal de la pareja, como la confianza y el
respeto, siendo también mal visto desde el cuestionamiento social; implica
además como se dijo, todo un manto de misterio y secreto sobre la falta
que se está cometiendo puesto que se pretende que la pareja original no esté al
tanto de lo ocurrido, quizás por miedo a hacerle sufrir directamente, o
simplemente para poder mantener oculto cierto disfrute por mayor tiempo.
En su vertiente jurídica, implica una falta
tipificada: el adulterio y desde la vertiente religiosa implica vivir en pecado
y atentar contra la institución de la familia (Lander, 2014), esto como una
muestra de la crítica social existente al respecto. Ahora, este adulterio, que
legalmente significa taxativamente una causal de divorcio o separación en
algunos países, está tipificado como la consumación del acto sexual con un
tercero ajeno a la relación. Sin embargo, es frecuente encontrar parejas donde
la sola sospecha del deseo de uno de los dos por un tercero, o incluso
corresponder a los deseos de este tercero, aunque sea por pensamiento u
omisión, pueden ser vistas como un hecho de infidelidad.
De esta manera, aunque no está tipificado
como adulterio, generalmente el coqueteo (personal o digital) entre conocidos o
compañeros de trabajo, salir con otra persona a escondidas, el chat entre éstos,
o expresiones afectivas como besos y abrazos, aún sin sexualidad genital
directa, son vividas y consideradas como un posibles infidelidades, generando
muchas veces celos y sufrimiento en el que descubre o sospecha la situación por
parte de su compañero, así como culpas, cuestionamientos y autorreproches en
quien lo comete, dando origen a un conflicto en la pareja. También podríamos incluir mantener
comunicaciones con ex parejas, e incluso la fantasía sexual (secreta) con un
tercero que ni siquiera se conoce. Como podemos ver, desde la vivencia
subjetiva, la posibilidad de ser infiel va mucho más allá del concepto de
adulterio tipificado en la ley, pero implica siempre una ruptura de lo
convenido por la pareja y produce una respuesta muchas veces de violencia y
celos en el que se siente traicionado.
Ahora, no todos los actos de infidelidad
son necesariamente iguales, ni tienen las mismas causas ni consecuencias. Las
razones por las cuales en una pareja el hombre o la mujer, o muchas veces ambos
sin saberlo, puedan faltar al convenio previamente establecido entre ellos de
exclusividad y fidelidad, son múltiples y pueden variar de acuerdo a las
circunstancias. Escárcega (2007) menciona que es necesario distinguir entre
aquellas relaciones de una sola vez, más atribuibles a los efectos de una
situación particular, a relaciones ajenas a la pareja que son mantenidas en el
mediano y largo plazo, y donde muchas veces, además de la sexualidad se
encuentra implicada una afectividad subyacente, más allá de la dificultad para
deshacer el vínculo.
Del mismo modo las causas para que se
establezca tal infidelidad son múltiples y pueden influir factores como la
etapa del matrimonio o noviazgo, así como las dificultades por las que éste
puede estar atravesando, tanto en la pareja como con los hijos si los hubiere.
Otros factores acusados con frecuencia pueden ser la diferencia de edad en las
relaciones muy avanzadas, enfermedad o discapacidad física del otro, así como
situaciones emocionales diferentes dentro de la pareja o distanciamientos
incluso físicos que las circunstancias han obligado a establecer -por ejemplo,
viajes por tiempos muy prolongados de uno de los miembros de la pareja -, entre
otros (Batoni, 2008). Generalmente, quien cometa la posible infidelidad pone de
manifiesto un síntoma de la pareja, algo que por una u otra circunstancia no
está funcionando bien en una relación de dos y que quizás al no ser canalizado
adecuadamente, termina siendo actuado fuera de la misma con un tercero.
Posiblemente los analistas partimos muchas
veces de esta visión de la inclusión de un tercero como síntoma de aquello que
era de dos; cuando recibimos una pareja en sesión que ha venido atravesando por
este tipo de desencuentros, más que ahondar en culpas o razones, intentamos aproximarnos
a conocer los motivos inconscientes: el porqué de lo sucedido, sin dejar de
lado el malestar subjetivo (incluida la rabia, y la culpa) en cada uno de los
miembros de esta pareja, así como por supuesto, las repercusiones vinculares.
Vivencia
en cada vértice de la triangulación
La infidelidad implica un triángulo amoroso
donde, reditándose restos de lo edípico, existe una pareja establecida que es
atacada en su estabilidad por un tercero quien busca quedarse con el amor de
uno de los dos, desplazando al otro. Sin
embargo, en este caso no es un proceso necesariamente esperado, las tres partes
en juego son adultas, y al menos dos de ellos están conscientes de sus
acciones. En este caso la amenaza a la estabilidad de la pareja es real, y no
tantas veces existe una resolución posible. La analogía de ambas
triangulaciones no es casual, muchas veces el Edipo no resuelto de forma
medianamente satisfactoria empuja a que el sujeto, ya en su vida adulta, no
pueda evitar seguir triangulando permanentemente o al menos marcando una
tendencia a ello.
En la triangulación propia de la
infidelidad, encontramos de algún modo un “transgresor”, pues va contra
lo impuesto o acordado en el convenio de la propia pareja, una persona “afectada”
por esta transgresión y además un “amante”, invitado deseado e indeseado
por igual por cada una de las partes.
Desde la óptica del “transgresor”,
las circunstancias son múltiples, casi infinitas al igual que las
justificaciones que encontrará para sustentar su acto y no reconocer, al menos
a priori, delante de su pareja, que se trata de una falta a lo previamente
convenido. Lander (2014a), menciona que la lógica del acto de infidelidad no
será igual para hombres y mujeres, dependerá de la ponderación que establezcan
entre deseo y amor, puesto que lo sexual y lo afectivo no siempre son
coincidentes. Por lo general, desde el
pensamiento femenino, amor y deseo tienden a ir de la mano, por eso no es
infrecuente que, para poder relacionarse con un hombre, más allá del deseo
sexual, debe haber un sentimiento, un gusto, una atracción más allá de lo
físico y que pasa al terreno de lo sentimental. Existen mujeres con una lógica
más pragmática, en quienes esto no resulta un impedimento, pudiendo tener y
consumar su deseo con un hombre sin necesidad de un vínculo afectivo previo.
Por su parte, la lógica predominantemente masculina
tiende a poder dividir esto con mayor facilidad no teniendo que confluir en una
misma persona el amor y el deseo. Por ello, no es raro escuchar que se disfruta
del acto sexual sin poder “sentir nada por ella” o que una vez descubiertos en
su infidelidad intentan justificarse alegando que “no ha significado nada”.
Quizás por ello, desde el concepto machista de la masculinidad, se intenta
desestimar la importancia del acto sexual con un tercero, e incluso, suele ser
peor vista la infidelidad de parte de una mujer.
En ambos casos, incluso sin llegar a ser
descubiertos, puede existir un monto alto de culpabilidad por el acto cometido,
por la posibilidad de ser puestos en evidencia por la pareja y por el potencial
sufrimiento de ésta, además de la posible fractura en la relación y las
pérdidas que podrían estar implícitas: la estabilidad de una relación que brinda
seguridad, solidez económica, contacto con los hijos, además de ser señalado
socialmente como el culpable de una eventual separación.
Desde el punto de vista de quien es afectado,
la reacción más frecuente tiende a ser de una reacción desesperada de celos y
violencia, dadas por pérdida de la exclusividad, estando presente también el
sentimiento desgarrador de la humillación y la traición. Adicionalmente, debe
considerarse que detrás del impacto, y estos sentimientos iniciales, existe
todo un miedo a ser desplazado y excluido, a perder el amor del otro, de
sentirse abandonado y de confrontarse con su propia soledad, además de una gran
sensación de impotencia y de rabia no resuelta, también de sentirse menos que
la otra persona; de alguna manera se reactivan las fantasías propias de la
escena primaria y la castración (Batoni, 2008; Lander, 2014a).
Si se toma en cuenta la reacción de ambos
sexos, se puede mencionar a través de la experiencia clínica y siguiendo la
lógica previamente explicada, que para las mujeres tiene mayor peso e
importancia la significación que el hombre le da a la amante: pareciera que el
mayor o menor monto de dolor radica en cuánto le importa o si la quiere, y no
como tal en lo sexual, la mujer tiene mayor posibilidad de perdonar el acto de infidelidad
si éste no implica ser desplazada en el lugar del amor de su pareja. Por otra
parte, el hombre, colocado en un lugar de mayor narcisismo fálico, le dará
prevalencia a la posibilidad que ésta haya o no estado en intimidad con el
tercero en cuestión, aquí la sexualidad tendrá una relevancia mayor, quedando
en un segundo plano si hay algún tipo de vínculo afectivo con su nuevo rival,
radicando su malestar y padecimiento en la posibilidad de no ser el único
sexualmente para su pareja. Tal como se dijo, esto no es una ley que se cumpla
para todos los casos, pero sí una tendencia clínicamente marcada, que parte de
la constitución del género sexual inconsciente y que también podrá repetirse en
las parejas homosexuales, dependiendo de cómo se ubique cada uno en la relación
y diría que de las características individuales de personalidad que sean
predominantes, más allá de que sea una pareja de hombres o de mujeres.
En el tercer vértice, se ubica “el
amante”, o “la amante”. Alcira Mariam Alizade (1997) plantea
la significación que éste puede llegar a tener dentro de un vínculo amoroso
estable, pero a la vez lleno de problemas y monotonía cuando aparece como algo
novedoso... Menciona que el amante es chispa de una nueva pasión, puesto que
promete placeres, saltar la barrera de la prohibición y cumplir la excitante
transgresión, lo que muchas veces sirve como espacio de olvido a una realidad
intolerable. Sin embargo, no todo está lleno de una connotación positiva,
puesto que especialmente la amante, como mujer busca hacerse amar y para ella
no es tan fácil desligar amor y deseo (Tendlarz, 2006), por lo que muchas veces
termina por sufrir. Se percibe de menor jerarquía en su rango social amoroso,
por debajo de la pareja formal, y en su búsqueda de hacerse amar también
reclama posicionamiento y va a sentir que merece más. También entrará en la
ambivalencia de atacar a esta pareja formal, pero a la vez sentirse culpable por
lo que está haciendo (Batoni, 2008). Del mismo modo, como una forma de ser
tomada más en cuenta podrá recurrir a la coacción y atacar a su nueva pareja
para hacerse escuchar. Desde lo social, la mujer que ocupa el rol de “la amante”
será juzgada como la intrusa culpable de atentar contra la estabilidad de la
pareja, sin embargo, muchas veces es la única manera que tiene de soñar con ser
amada, y también termina siendo víctima de patrones que han sido repetidos,
pues muchas veces “el amante” ha sufrido de engaños; como vemos, no está
exenta la compulsión a la repetición.
Sin embargo, termina estando ubicada en un
lugar de mucho dolor y sufrimiento, donde el sostenimiento del vínculo le
mantiene en una espera infinita de una expectativa casi imposible de cumplir. Además,
tienden a ser frecuentes las promesas de ser tomada en cuenta como la pareja
formal, que sustentan la ilusión de llegar a ocupar un rol, que, dada la misma
dinámica en la que ha caído, tampoco ha sido capaz de otorgarse a sí misma con
anterioridad. Esto, por supuesto, tiende a ser reconocido casi siempre a posteriori,
una vez aparece la rabia y la desilusión, pues mientras se está inmersa en la
situación, el mismo enamoramiento tiende a llevar a desmentir, a veces la
presencia de la otra persona, así como las consecuencias negativas y el dolor
de toda esta forma de vincularse.
En mi experiencia clínica he visto que el
hombre que se encuentra en esta posición de ser el amante, muchas veces puja
por intentar destronar al otro, y los aspectos más competitivos tienden a salir
a flote llegando a sentir odio por quien considera su rival, al cual se
fantasea por “destruir”, como si lo más crudo de la dinámica edípica volviese a
cobrar lugar en una situación reactualizada en la adultez.
Podría decirse que desde su lugar cada uno
sufre a su manera, y aunque resulte paradójico, pues puede pensarse que en un
principio obtiene mayor placer, quien inicia la triangulación también padece,
en parte por su propio sentimiento de culpa y también por la angustia de ser
descubierto y perder la estabilidad de su relación, a la vez de quedar inmerso
en un océano revoltoso entre las otras dos partes que luchan por hacerse amar.
Un tipo de vinculación particular se da
cuando ambos miembros de la nueva pareja, a su vez, mantienen una pareja
establecida previamente. En estos casos las expectativas con los cuales entran
al vínculo y los límites de la relación pudieran quedar más definidos, sin que
ninguno espere quedar en un rol formal en la vida amorosa del otro. Es un
espacio tercero que ambos construyen y que dada esta misma característica puede
llegar a sostenerse mucho tiempo con sus códigos propios, mientras ninguno de
ellos esté en la expectativa de que su compañero cambie su vida previamente
establecida ni tampoco esté dispuesto a realizar cambios en este sentido en la
propia. En este caso, la vertiente más excluyente de la triangulación pareciera
quedar compensada por la misma dinámica de la relación. Si alguno de los
códigos particulares de mantenimiento de esta relación variara, podrían darse
algunas de las situaciones características antes referidas, justamente al
volver a lo triangular, donde los celos y la exclusión cobran mayor partido.
Consecuencias
en la relación de pareja y afectación de la familia.
La aparición, muchas veces inesperada, de
una infidelidad representa una especie de sacudón para el funcionamiento de la pareja
y la familia, y aunque algunas veces llega a pasar sin mayores efectos, otras
tantas, se derrumba lo construido. Si bien es cierto que tanto hombres como
mujeres tienen la capacidad de perdonar la triangulación de su pareja, es muy
difícil pensar en que no existirán consecuencias a posteriori. Ambos pueden
seguir, por la razón y el deseo de continuar la convivencia y si la relación
estaba muy deteriorada, luego de la salida del tercero, tendrán la esperanza de
reconstruir una relación de afecto y confianza mutua en el otro (Lander, 2014).
Sin embargo, no quiere decir que sea tarea fácil.
Por lo general, aunque no se vuelva a
repetir otro evento de infidelidad, la parte que ha sido engañada necesita poder
asimilar la afrenta sufrida, y poco a poco poder ir digiriendo los sentimientos
de enojo y humillación que se han movilizado en ella. Esto, es como elaborar un
duelo, porque implica la caída de un ideal y enfrentarse con una nueva
realidad; requiere tiempo, y algunas veces podrá volverse a las primeras
etapas; es reconfigurar psíquicamente la manera de ver, vivir y sentirse con la
pareja. Durante este tiempo, será frecuente la angustia de que el evento se
pueda repetir con otra, o con la misma persona, y vivirá con esta amenaza de
sentirse engañado, por ello no será infrecuente que ocurran episodios de celos
y desconfianza, a veces muy intensos. Sólo con el tiempo, a la vez que se logra
elaborar lo sucedido, podrá nuevamente restablecer una relación como la que
existía antes.
La parte que ha transgredido el acuerdo de
mutua fidelidad y exclusividad, además de intentar hacerse perdonar y
reconstruir la relación, tendrá que soportar estos celos y desconfianza, además
del juicio de los demás en caso que la información hubiera trascendido.
Cantidad de parejas intentan que lo sucedido esté oculto ante los ojos de los
otros, vecinos, familia, amigos. Sin embargo, muchas veces la parte que ha sido
afectada por el engaño en una manera de buscar apoyo (o venganza) en medio de
su dolor, intenta hacerse escuchar por todos; esto sin duda repercutirá en lo
difícil que pueda ser un eventual intento de reconstruir el vínculo, pues
además de su pareja, aquél se encontrará con la necesidad de volver a ser bien
visto por el entorno más allegado.
En cuanto a los hijos, si existieran, en
ocasiones es posible que la pareja trate de mantener oculta la situación, sobre
todo cuando éstos están chicos aún, también ante la incertidumbre de no saber
qué pasara con la estabilidad familiar luego de la infidelidad. Sin embargo,
otras tantas los hijos terminan estando expuestos ante la situación, tal vez
porque resulta demasiado evidente, o porque el padre que ha sufrido el engaño,
busca en sus hijos sentirse apoyado y acompañado, involucrándolos en el
conflicto. En oportunidades, son los mismos hijos quienes descubren y advierten
del engaño. Esto resulta complejo, ya
que naturalmente procurarán identificarse con una parte de la pareja y la otra
será vista como la “mala”, a quien se le rechaza por haber hecho daño a la “madre
buena” o al “padre bueno”. De hecho, no es infrecuente la amenaza de “quitarle
los hijos” al miembro de la pareja que ha sido infiel, esto se utiliza como un
arma contra éste en el medio de la ira y la impotencia despertadas por la
traición, donde muchas veces, ante la amenaza de una separación, uno de los
padres intenta coartarle al otro la posibilidad de compartir con los hijos de
ambos. Como vemos, las reacciones
suscitadas despiertan ansiedades muy primarias de carácter persecutorio y
tiende a ubicar a las partes en una dinámica esquizo-paranoide, aumentando la
vivencia mutua de enojo y agresión.
Cuando los hijos son adolescentes o ya
están en la adultez es más frecuente que descubran las infidelidades de uno de
los padres, pudiendo desatarse sentimientos muy marcados contra el padre que ha
faltado a la relación, lo cual incluso puede afectarle en su proceso de
identificaciones secundarias que suelen terminar de consolidarse en esta etapa
de la vida. Los hijos adultos tendrán mejor capacidad de permanecer menos
involucrados o verse menos afectados, e incluso podrán ser mediadores en
ciertas ocasiones, aunque será difícil para éstos no tomar partido aún de
manera inconsciente, pues aunque muchas veces denuncian la situación, en otros
casos terminarán consintiendo y justificando la infidelidad de uno de los
padres, llegando incluso a mantenerlo oculto de la otra parte. También pueden
surgir en ellos, deseos de ayudar a uno de los padres, que, ante sus ojos, ha
resultado más afectado.
En nuestra tarea clínica cotidiana es muy
frecuente que nos encontremos ante pacientes adultos que tienen dificultades
para establecer una relación de pareja relativamente sana, o a quienes se les
dificulta poder confiar en ella ya, que inconscientemente temen repetir
situaciones propias de la dinámica parental en las que quedaron involucrados en
su infancia o adolescencia.
Como es posible apreciar, la reconstrucción
de la relación resulta una tarea complicada y son innumerables las parejas que
terminan separándose definitivamente o divorciándose. En algunas oportunidades,
ambos tienen la capacidad de continuar juntos y termina asumiéndose la
infidelidad como un evento que nutre las relaciones y hasta las posibilita
(Tendlarz, 2006). En ocasiones es viable que posterior al conocimiento de dicha
situación, se pueda reinventar la relación sincera en la vida de pareja,
mejorando la calidad de la relación y la vida matrimonial (Lander 2014). Sin
embargo, como se ha mencionado, existirán factores de peso a la hora de tomar
una decisión sobre si continuar o no la vida de pareja después de la
infidelidad, tales como la solidez del vínculo preexistente, la configuración
de personalidad de cada uno, así como los intentos de reparación genuinos que
se realicen y la capacidad de integración que tenga la otra persona que le
permita en mayor o menor medida poder perdonar; el que estén involucrados
terceros significativos como los hijos y las familias de ambos, y sobre todo el
hecho de que pueda darse o no una nueva infidelidad.
Tendencia
a la infidelidad en algunas estructuras de personalidad
A pesar que fuera del espacio de análisis
existe toda una contención moral, social y hasta religiosa en algunos casos que
hace mal vista la infidelidad, y aún con las implicaciones antes descritas, no
deja de ser una situación bastante recurrente de la que escuchamos en la
clínica, aun si el foco de atención no son parejas y familias, o incluso de la
que tenemos noticia socialmente por vía de amigos o conocidos. Frecuentemente
terminan siendo factores circunstanciales, pero otras tantas nos encontramos
con que algo de la compulsión a la repetición se hace presente estableciéndose
una tendencia muy marcada o incluso un disfrute importante en torno a la
situación.
Realmente resulta un ejercicio difícil
imaginarse a un sujeto que con características de ser un perverso estructural
pueda vincularse con el otro a profundidad, con una capacidad de amar y
entregar, de reconocer la alteridad hasta el punto de poder llegar a
comprometerse en una relación estable o llegar al matrimonio; esto no quiere
decir que no pueda vincularse en una relación de pareja con otro, pero
generalmente se dan de un modo superficial, utilitario y son sobre todo
relaciones transitorias. El perverso verdadero, invierte el fantasma sexual y
además de tener la certeza de que ha logrado ser el objeto de deseo, el
instrumento de disfrute para el otro, a la vez se ubica como un ser puro de
placer, siendo ésta su forma de velar la castración (Lander 2014b). Esto
implica una sexualidad rígida, casi protocolar, como si fuese un contrato entre
las partes, en la cual el acto sexual además de ser un acto perverso donde la
consumación sexual está fuera del coito, y radica más bien en el placer
masturbatorio, no implica amor. El otro sólo cumple una función utilitaria y
todo este juego “extraño” es su única manera de acceder al placer sexual.
Fuera de su mundo sexual, secreto y oculto
para la mayoría de las personas, el perverso se muestra como un ciudadano
ejemplar producto de una escisión yóica que está presente en su propia
constitución estructural, estando aparentemente bien adaptado al contexto
(Lander, 2014b); al no asumirse como un sujeto castrado no siente angustia por
su vida sexual ni tampoco culpa por lo que hace: recordemos que es puro de
placer, y por ende ficcionalmente perfecto. Por ello no consulta al terapeuta
ni al analista, esto también hace que sean casos muy raros de ver y difíciles
de documentar y estudiar. Particularmente, pienso que el afán de velar la
castración se manifestará eventualmente fuera de la sexualidad, por ende,
tendrán mucha dificultad para comprometerse verdaderamente en una relación
estable y buscaran de cualquier manera transgredir el vínculo, saltarse la
prohibición, desmentir la castración que impone la norma social.
El perverso estructural podrá ser
sistemáticamente infiel porque, o bien no siente amor hacia el otro con el cual
realiza su acto sexual protocolar, por lo cual su relación es únicamente
utilitaria y se vincula con la finalidad de descartar al otro luego de un
tiempo, o porque no se siente satisfecho y necesita buscar por fuera otro con
el cual pueda cumplir su guion sexual. También es probable que en una
extrapolación de, por ejemplo, el sadismo, su placer sexual esté inscrito en
hacer daño y su verdadero disfrute en una relación de pareja sea hacerle daño
al otro con el que se vincula, aunque no sea dentro de la sexualidad como tal,
sino en su manera de degradar y hacer sufrir, encontrando en la infidelidad un
vehículo para tal fin. En estos casos,
pudiera pensarse que la misma no es vista como un problema, ni se le da tal
importancia, no hay culpa, y no es egodistónico con su modo de pensamiento ni
con su ética particular.
Desde la histeria, por el contrario, donde
se busca ser el objeto de deseo del otro que es deseado, y sí se cumple y se
satisface la sexualidad mediante el encuentro de placer, podríamos encontrar
algunas particularidades que marquen una tendencia a la infidelidad. Una de
ellas puede ser una dificultad importante para integrar el objeto erótico
(Batoni, 2008), de esta forma el mismo no se inscribiría en una única persona,
o podría no sentirse satisfecha con esa única persona a pesar que está
convencida que le ama; podría ser que tampoco se sienta lo suficientemente
querida o amada. En estos casos incluso es probable que pueda llegar a
establecerse un vínculo fuerte con ese tercero fuera de la pareja sin lograr
desprenderse de su relación original, amando a ambas personas a la vez.
Quedaría atrapada en una dinámica en donde ninguno de los dos es suficiente y
probablemente, ningún otro lo sería.
También es posible que en casos de
separaciones no resultas a conformidad, en las nuevas parejas, esta persona
continúe deseando elementos de su pareja anterior que no consigue en su nueva
relación, viéndose impulsada a buscar un tercero, bien sea éste la expareja o
alguna nueva persona, sin tener conciencia que se busca llenar este vacío, que
viene incluso de la infancia y que su relación previa había logrado obturar
ficcionalmente.
Si existiese una estructura mucho más
primitiva, con un yo constituido más rudimentariamente y menos integrado, puede
que sea imposible no ceder ante la demanda sexual de un tercero y aún en
ausencia de amor, acceder con la finalidad de complacer al otro, lo que en el
fondo escondería sentimientos de inferioridad o minusvalía que pueden verse
disminuidos si se sienten deseados sexualmente por el otro, ya que esto de
algún modo les hace sentir, valiosos y adecuados (Lander, 2014); podríamos
decir que esta auto valoración negativa de sí mismos queda matizada por la
fantasía de ser no solo deseada, sino posiblemente querida por aquel que le
desea. En estas histerias más primitivas, no son raros los casos de erotomanía
donde el objeto cambia de tanto en tanto, evidenciándose la necesidad de tapar
un vacío estructural que por algún motivo dejó de ser satisfecho con una misma
persona (Lander, 2010).
Por último, en el caso de los trastornos
narcisistas es necesario tomar en cuenta parte de lo que nos deja Freud (1914/1976c)
en Introducción del Narcisismo. Es importante considerar que en estos
casos hay un predominio de la libido yóica, sobre la libido de objeto, lo que
se traduce en una dificultad importante para que el amar pueda ser visto y
vivido como una función natural del yo. Por el contrario, hay todo un
desprendimiento pulsional, que casi en forma de sacrificio y con todo el
esfuerzo que conlleva, se logra colocar en un objeto, con la esperanza de ser
amado y de esta manera restituir la vitalidad yóica que se ha visto mermada por
el esfuerzo de amar, puesto que cuando más aumenta una, más la otra disminuye;
no ser amado deprime el sentimiento, y el no ser correspondido es casi una
ofensa. De esta manera, Freud nos dice
que en los trastornos narcisistas, el sujeto podrá amar: a sí mismo, a lo que
la persona fue, a lo que se querría ser, y a la persona que fue parte del
propio sí-mismo, buscándose inconscientemente como su propio objeto de amor.
Freud hace referencia a las dificultades en la vida del hombre enamorado quien
se queja insatisfecho de su relación, o del amor de la mujer, lo que en el
fondo escondería esta dificultad para pasar la libido de su propio yo y
colocarla sobre un objeto de amor; también hace referencia a la mujer
narcisista que amándose a sí misma, su necesidad no está en amar al otro sino
en ser amada, para lo cual depende de quién colma esa necesidad.
En una especie de evolución de una posición
más infantil a una más adulta, la constitución del ideal del yo, de origen
narcisista (previamente Yo ideal), podrá incluir toda la perfección fantaseada
y el deseo de tener lo que se tenía, cuando narcizisado originariamente por los
padres el sujeto era considerado Su Majestad el Bebé, resulta por decir
así, un substituto del narcisismo perdido de su infancia, que en aquel entonces
era su propio ideal. Así, en esta búsqueda del ideal del yo, la satisfacción se
obtiene con el cumplimiento del mismo, por lo que se podrá desear y amar lo que
no se tiene, lo que falta para poder cumplir con este ideal, o también lo que
afianza el cumplimiento de este ideal (Freud, 1914/1976c). Como se ve, en estos
casos el hecho de amar siempre va a estar sostenido por la satisfacción del
narcisismo propio, bien sea a través del otro quien nuevamente exalta las
virtudes y minimiza los defectos, o a través de la auto confirmación de su
omnipotencia colocada en el ideal del yo. No olvidemos que el ideal del yo de
la persona narcisista siempre tiene características de lo grandioso.
Así, el narcisista podrá ser infiel en una
relación de pareja por diversas causas, entre las cuales se cuentan, el no ser
capaz de entregarse en plenitud a una relación por la dificultad de establecer
una libido de objeto satisfactoria (incapacidad para comprometerse); la
decepción por no sentirse lo suficientemente amado como para sentirse pleno en
su narcisismo en su relación actual; una necesidad de afianzamiento constante
de su ideal del yo –fálico- en el cual se necesitan conquistas múltiples, inscrito
esto en una lógica machista (mientras más parejas, mejor se es); el miedo a
someterse a la exclusividad de pareja o conyugal, pues esto implica una
castración de su libertad sexual y la pérdida de su omnipotencia que lo afianza
en su narcisismo; así como la búsqueda constante de la pareja perfecta y casi
inalcanzable para regodearse en su propio éxito por haberla alcanzado.
Quizás, el mejor ejemplo de estos casos se
encuentra en el famoso Donjuanismo, término que hace referencia al
comportamiento de algunos hombres en relación a la conquista de las mujeres, a
las que buscan seducir, engañar y enamorar, para luego dejarlas, conservando
para sí la sensación de éxito que les satisface su narcisismo, coleccionándoles
como una especie de trofeo. La conquista de la mujer deseada en el momento es
todo un reto y pondrá su empeño en conseguirla, siendo mayor su interés
mientras más la mujer se le resista. Es típico en estos casos que luego de
cumplir su objetivo, se decepcionen -o aburran - y vayan en la búsqueda de otra
mujer, dejando la más de las veces a la persona conquistada, ahora en
sufrimiento, siendo algo que poco les importa. Y aunque en algún momento puede
creerse enamorado, establece relaciones superficiales y poco duraderas (David,
s.f). Como puede apreciarse todo un
conjunto de razones, cuya motivación principal esconde, además de la
incapacidad para establecer una investidura libidinal de objeto satisfactoria,
miedo a sentirse limitado en su omnipotencia, deseos de afianzar constantemente
la consecución de su ideal, el regodearse en su propio narcisismo, además de la
búsqueda constante de un objeto de amor que pudiera pensarse no es, sino una
parte de sí mismo.
Un
agregado sobre la histeria[1]
“Soy ese beso que se da, sin que se pueda comentar.
Soy ese nombre que jamás fuera de aquí pronunciarás.
Soy ese amor que negarás, para salvar tu dignidad.
Soy lo prohibido”.
Soy lo
prohibido. Natalia Lafourcade (2017,1m,38s).
Previamente, cuando me referí al lugar del
amante en medio de la triangulación, creo haber omitido una variable en la que
creo que una constitución histérica toma un papel importante.
Es que en ocasiones podemos encontrar
personas que ocupan ese rol y parecen estar satisfechos de estar en ese
lugar. El mayor disfrute parece estar en
la dinámica de seducción del compañero y con ello parece bastar, sin tener la
expectativa de tener que ocupar un rol “principal” o “formal” dentro de la vida
del otro.
“Prefiero ser la amante que la esposa,
porque la amante disfruta más”
le he escuchado decir a algunas pacientes.
Pudiésemos pensar que, en estos casos, se reeditan situaciones del
vínculo edípico que no quedaron resueltas y de algún modo el dolor que
produciría no ser correspondida a plenitud se desmiente, a la vez que se exalta
el lugar de dominio que se ejerce sobe el otro a través del deseo que se logra
despertar. Se logra colmar el deseo de
ser deseadas. No obstante, suele tratarse de un deseo que tiende a quedar
únicamente en el plano sexual y que, si se mezcla con amor, este último casi
siempre parece ser parcial, dejándoles permanentemente insatisfechas.
En mi experiencia suele ser una posición
relativamente estable que con el trabajo analítico se abandona en la medida que
la persona es capaz de enfrentarse con aquello que quedaba desmentido y con el
verdadero anhelo de ser correspondida, elaborándolo e integrándolo en la medida
que es susceptible de ser pensado y en la medida que el análisis permite hacer
ver que este orgulloso lugar de seducción no es sino una defensa, a veces
necesaria, para poder lidiar con sus modos de relacionarse en el terreno sexual
y afectivo.
Cambio psíquico mediante, estas personas
logran posteriormente vincularse de forma estable en pareja logrando obtener un
rol del cual hasta el momento no se sentían capaces de merecer y que por lo
tanto no podían permitirse, incluso al caer la defensa, logran sentir mucho
dolor por las situaciones a las cuales se expusieron previamente en el juego de
seducción con el que se llegaron a sentir tan cómodas anteriormente.
A
manera de reflexión.
La infidelidad en la pareja forma parte del
desarrollo de muchas de las historias de la vida amorosa actual; esto no lo
exime de ser una dinámica conflictiva. Sus razones son múltiples, pero en
cualquiera de los casos implica mucho sufrimiento para unos y otros. Si bien se ha hecho referencia a algunas
estructuras (muy marcadas) de personalidad y su tendencia a incidir en estas
relaciones triangulares, la realidad es que la casuística diaria es mucho más
mixta, menos de manual y con circunstancias que únicamente la consideración de
lo individual puede desenmarañar.
Es una problemática que, desde lo clínico,
y en la búsqueda de mantener una posición analítica que permita comprender a
cualquiera de los involucrados, debe sobrepasar los límites de la propia moral
para poder entender el porqué de cada caso y el dolor de cada sujeto,
independientemente del lugar que ocupe en esta particular situación.
También debemos tener presente que en
muchos casos nos encontramos atravesados por una lógica de familia tradicional,
relaciones estables y otros convenimientos sociales. Si bien consideramos que la puesta de límites
es fundamental para la estructuración psíquica, no es menos cierto que el
erotismo y el deseo en sus múltiples vertientes insisten en mostrarnos en que
hay múltiples maneras de acceder al placer y no todas ellas pasan
necesariamente por los convenimientos sociales, por lo que demandan nuestra apertura
para acercarnos a entender las dinámicas que se presentan frente a nosotros.
Por ello, aunque problematicemos al
escuchar, lo cual es parte de nuestra tarea, no debemos dejar de tener cuidado
con no caer en el estigma y los lugares comunes. Sólo de esta manera, sin
juzgar, se podrá servir de ayuda a quien demanda la misma, en medio del caos,
no sólo de la infidelidad como tal, sino de un mundo que, en su propia dinámica
cada vez más egoísta, se empeña en avanzar y suponer a la vez que se resiste a
escuchar.
Referencias.
Alizade, A. (1997). El amor conyugal. Revista
de Psicoanálisis, 54 (4).
Batoni, F. (2008). Ética de la infidelidad
conyugal. Trópicos, 16 (1), 69-76.
Escárcega, J. (2007). Sexo extramarital: La
infidelidad desde el psicoanálisis. La Jornada, Letra S, 127, 2-3.
David, L. (s.f.) Ensayo sobre el
Donjuanismo.
Freud, S. (1976a). Tótem y Tabú. En. J.L.
Etcheverry (trad.), Obras Completas (Vol. 13). Amorrortu.
(Original publicado en 1913).
Freud, S. (1976c). Introducción del
narcisismo. En. J.L. Etcheverry (trad.), Obras Completas. (Vol. 14). Amorrortu. (Original publicado en 1914).
Lafourcade, N. (2017). Soy lo prohibido [canción].
En Musas. Columbia.
Lander, R. (2010). Efectos de las
teorías de Lacan en el Psicoanálisis no-lacaniano. Editorial
Psicoanalítica.
Lander, R. (2012). Manual de terapia
psicoanalítica. Editorial Psicoanalítica.
Lander, R. (2014a). Psicoanálisis,
teoría de la técnica (2da ed.). Editorial Psicoanalítica.
Lander, R. (2014b). Experiencia
Subjetiva y Lógica del Otro (3ra ed.). Editorial Psicoanalítica.
Leisse, A. (6 de diciembre de 2022). El
amor es narcisista. Psicoanalista Alicia Leisse. www.psicoanalistaalicialeisse.es. (Original escrito en 2009).
Sabina, J. (1996). Y sin embargo [canción].
En Yo, mi, me, contigo, BMG/Ariola.
Tendlarz, S. (2006). Infidelidades. Inconsciente
Argentino, 4, 22-24.
[1] Este apartado, así como
otros párrafos de menor extensión fueron añadidos a este texto en la revisión
realizada en 2024, a 10 años de su publicación original.
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